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Entre acordes y cadenas

José María Asencio Gallego

El interminable Código Penal

Archivo - Una vista ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Gran Sala) Tribunal de Justicia de la Unión Europea - Archivo

Los juristas vivimos hoy en un estado de alarma permanente. Cuando menos lo esperamos, cuando termina nuestra jornada laboral y nos disponemos a regresar a casa, otra reforma del Código Penal gestada en las sombras se abalanza sin piedad sobre nosotros.

Hace apenas unos años, tras el artículo 31 iba el 32. Y así sucesivamente. Pero ahora, antes de llegar a este último, nos encontramos con cuatro preceptos más que han ido añadiéndose con los adverbios numerales de bis, ter, quater y quinquies. A modo de ejemplo, en los siete primeros meses del pasado año 2021, el Código Penal fue reformado hasta en seis ocasiones, con un total de cuarenta y cinco artículos modificados. Y este año 2022, las propuestas de reforma y de extensión punitiva a conductas hasta ahora sin relevancia penal tampoco son una cuestión menor.

Lo mismo ha ocurrido con otros preceptos. Muchos de los cuales, además, introducen descripciones de las conductas sancionables que bien podrían reducirse a la mitad sin consecuencia material alguna. Si, en vez de quince líneas, el párrafo tuviera siete, nada cambiaría. El delito seguiría siendo el mismo e incluso sería mucho más sencillo de comprender para quienes, por afición o por necesidad, se aproximan a este ámbito del ordenamiento jurídico.

Esta situación es preocupante. No se trata de una mera casualidad. Es cierto que la sociedad cambia y que el Derecho debe actualizarse en función de las necesidades que vayan surgiendo. Nadie lo niega. El problema se plantea cuando quienes nos gobiernan, sean de uno u otro color, pretenden legislar a golpe de reforma penal, olvidando que existen otras vías, la administrativa, por ejemplo, menos lesivas para los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.

Se olvida, por tanto, que en Derecho penal rige el conocido como principio de intervención mínima, que, en términos generales, significa que este Derecho sólo puede utilizarse cuando sea indispensable. Es decir, que la sanción penal debe reservarse para tutelar los bienes jurídicos más importantes de los ataques más graves contra ellos.

Consecuencia de este principio es el carácter subsidiario del Derecho penal, según el cual éste sólo debe actuar cuando no sea posible restaurar el orden jurídico a través de otras soluciones menos drásticas; por ejemplo, como se ha dicho antes, a través de una sanción administrativa, que puede privar al sancionado de su patrimonio, pero nunca de su libertad, algo que sí hace el Código Penal.

Esta política criminal expansiva es propia de Estados autoritarios, no democráticos. Y desde luego, no es propia de quien enarbola la bandera del progresismo, tradicionalmente contrario a la criminalización generalizada de conductas de dudosa gravedad.

Es por ello por lo que me resulta chocante que, hoy en día, prácticamente todo tenga encaje en los llamados delitos de expresión, encabezados por los delitos de odio, que persiguen y castigan el llamado “discurso del odio”. Y es que éste no es otra cosa que la limitación y, en ocasiones, hasta la negación, de uno de los derechos más importantes en un Estado democrático: la libertad de expresión.

Basta una rápida lectura de los preceptos, cada vez más, del Código Penal que sancionan la mera palabra para darse cuenta de la voluntad del legislador de castigar a quienes no comulgan con unos valores determinados. Y un castigo no sólo moral, como ocurría antes, sino penal, susceptible de provocar el ingreso en prisión.

Hay quien dice que, en estos tiempos, hay más delitos que pecados. Una expresión del todo jocosa que, sin embargo, cada día adquiere un poco más de peligrosa virtualidad.

Los insultos, denominados injurias, a ciertas personas, por relevantes que sean sus cargos, han de ser rechazados por la sociedad por el mero hecho de su vulgaridad. Pero el Código Penal ni está ni puede estar para sancionar los improperios proferidos por twitteros y demás usuarios de otras redes sociales que, cuando se comportan de este modo, adquieren una similitud muy marcada con los clásicos borrachos de barra de bar. Si antes no les hacíamos caso, no se lo hagamos ahora.

Porque no olvidemos que, en caso de sanción penal por la realización de estas conductas, muchas veces irrelevantes y con un escaso eco, corremos el riesgo de divinizar a cualquier memo, a cualquier indigente intelectual, que, carente de talento, necesita de la publicidad de la pena para erigirse en defensor de algo que ni siquiera entiende, de los derechos fundamentales en un Estado democrático. No necesito dar nombres, pues la evidencia habla por sí sola.

En resumen, soy partidario de reducir el Código Penal a su mínima expresión. Algo que hoy en día parece una locura pero que, no hace mucho tiempo, el progresismo defendía a capa y espada.

Quién sabe. Puede que el progresismo actual haya dejado de serlo…

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