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José María

En recuerdo de Emilio el Moro

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 La memoria es importante. El recuerdo de los que ya no están, de los que nos dejaron hace unos días y, con más razón, de quienes lo hicieron años atrás.

Pensar en ellos, sin embargo, se torna cada vez más difícil. Evocar sus rostros, el sonido de su voz o el olor que desprendían al pasar se convierten en arduas tareas. El tiempo es implacable. Lo devora todo. Acaba con todo. Y por ello nosotros, los que aún resistimos a los designios de la Parca, estamos vitalmente obligados a cerrar los ojos y, en la oscuridad creada de propósito, situarnos frente a ellos y contemplarlos.

Podemos servirnos de una canción, de una imagen o simplemente de una fecha. Como hoy, 10 de julio de 2022, fatídico día en el que, hace treinta y cinco años, falleció Emilio Jiménez Gallego, más conocido como Emilio el Moro, víctima de un infortunado accidente doméstico.

Era joven, sobre todo de espíritu, lo que en verdad importa, pues lo demás son tan solo arrugas y piel gastada por el sol. Algo intrascendente. Tenía, sobre el papel, 63 años. Y residía, desde hacía ya varios, en Monforte del Cid, provincia de Alicante. Allí, ese lejano y caluroso día, trató de encenderse un cigarrillo con la mala suerte de que, en ese preciso momento, una fuga de gas provocó un incendio en su casa. Emilio sufrió graves quemaduras y falleció días después en el hospital de Alcoy.

Muchos de nuestros padres crecieron con sus canciones, con ese humor tan particular que le caracterizaba, acentuado por su original indumentaria muchas veces compuesta por una chilaba y unas babuchas y, siempre, por su fez de color rojo con su borla negra.

Había nacido en el norte de África, en Melilla. Y claro, como bromista que era, un día decidió cantar flamenco “al estilo árabe”. El fandango, no de Huelva ni de Lucena, sino de “Cantimpalo” y, además, con este ingenioso estilo, provocó la ovación del público español y su merecido reconocimiento como uno de los mejores y más originales artistas de la época.

Porque no podemos olvidar que Emilio no sólo era humorista, sino también un excelente guitarrista y cantaor, capaz de dar vida a los estériles tablones de madera que conformaban su guitarra, de convertir este objeto en algo totalmente distinto a su primigenia naturaleza. Emilio tenía este poder. Y nuestros abuelos, al volante de su Seat 600, en el que, por arte de magia, cabía su mujer, nuestra abuela, y sus cinco hijos, nuestro padre y sus hermanos, amenizaban los largos viajes por carreteras de doble sentido con su música y sus letras, a veces con su propia voz y otras, entonando todos juntos sus canciones y alguna que otra carcajada.

Emilio versionó decenas de canciones de otros artistas. Desde Manolo Escobar hasta Antonio Molina. “Mi carro” se convirtió en “Mi suegra”, también robada estando de romería. Y “Soy minero” fue durante un tiempo “Soy cartero”, al que el sueldo no le llegaba a la quincena.

También lo hizo con Serrat. “Tu nombre me sabe a yerba” lo fue literalmente porque el personaje de la canción ingería los pastos. Y con Chavela Vargas, pues si ella cantaba “Llorona”, Emilio dedicaba su melodía a “Ramona”, quien, pese a él, se marchaba a Pamplona.

Llegó incluso a debutar en la gran pantalla de la mano de Ramón Fernández, que adaptó al cine la obra de Camilo José Cela, “La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona”. Allí, en el escenario de un teatro, actuaba ante el público archidonés poco antes del húmedo episodio que da origen al título del libro y de la película.

Pero llegaron los setenta. Y los vientos de cambio, culturales en este caso, provocaron que el estilo de Emilio y su humor fueran cada vez menos apreciados. Otra época comenzaba y lo anterior, prácticamente todo, debía ser desterrado. Un error. Un craso error, pues hoy el humor es, en esencia, vulgar. Un universo, el de la ordinariez más chabacana, al que Emilio se negó a entrar. Y por ello, por efecto del rodillo cultural, que todo lo aplasta, Emilio fue expulsado de muchos escenarios.

Carlos Cano le dedicó unas murgas.Para don Emilio Jiménez -Emilio el Moro-. Que me alegró las colas de la leche americana y el cartón de pobre. ¡A su salud”. “Las murgas de Emilio el Moro”. Ante la situación del país, “que si bases, que si OTAN, que si Morón, que si Rota … Emilio el Moro salió cantando por alegrías”.

Y es la alegría, no la tristeza, lo que me ha movido a escribir estas líneas. Alegría porque, de entre todos los casetes del mundo, he encontrado uno. En su anverso está Emilio con su fez rojo. Se lleva la guitarra a la boca como si tocara la flauta. Pone cara de esfuerzo al soplar e intentar que suene el inverosímil instrumento de viento. He sonreído. Y lo he introducido en mi viejo radiocasete. Ha sonado “El toro y la luna”. Y luego, “Los cuatro muleros”.

He cerrado los ojos y he visto a Emilio. ¡Así se toca la guitarra!, le he dicho. Y me ha mirado…

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