Se suele decir que si te engañan una vez no es culpa tuya, pero que sí lo es si te engañan dos veces. No es fácil evitarlo porque vivimos en una sociedad donde los políticos mienten más que hablan (no «acostarse» con Podemos, no pactar con Bildu, propugnar un referéndum de autodeterminación para el Sahara, etc.) y están de moda las «verdades alternativas» que inició Donald Trump cuando ante un Mall de Washington medio vacío afirmaba con desparpajo que la ceremonia de su toma de posesión había sido la más seguida de la Historia. A partir de ahí el New York Times se dedicó a contar las millares de falsedades que salieron de su boca durante su mandato, que terminó como había comenzado, negando contra toda evidencia haber perdido las elecciones y tener nada que ver con el bochornoso asalto al Capitolio. En otras latitudes ocurre tres cuartos de lo mismo, con Putin negando por sus muertos a quien quisiera escucharle, hasta el mismo día antes del pasado 24 de febrero, que tuviera intención de invadir Ucrania, o con Boris Johnson que no recordaba haber organizado guateques en plena pandemia mientras sus conciudadanos no podían salir de casa.

No es nuevo y el mismo Tsun Tzú recomendaba hace dos mil quinientos años engañar al adversario para facilitar su derrota. Lo que pasa es que estos políticos no se limitan a engañar solo a los adversarios y, así, Roosevelt mintió durante la campaña que le llevó a la presidencia en 1941, diciendo que no metería a EE UU en la guerra cuando de hecho ya estaban muy avanzadas las negociaciones para hacerlo. Mintieron los políticos británicos sobre las bondades de Brexit y lo han hecho con aplomo los catalanes separatistas sobre los pretendidos beneficios del Procès. Nihil novum sub sole. Y ahora sus mentiras se ven multiplicadas por la potencia de redes sociales que las meten literalmente en tu vida y por su simplificación en mensajes muy breves, de 140 caracteres donde se pierden todos los matices por la misma limitación de espacio, y que apelan más a las emociones que a la razón, más a los sentimientos que al intelecto. El sistema hace que cada vez pensemos menos. Y llaman fake news a lo que toda la vida hemos llamado mentiras o bulos, como si de esta manera se legitimaran y perdieran gravedad porque saben que las falsedades son tantas que un clavo saca a otro clavo y que acaban olvidándose porque se tapan unas a otras. Y como consecuencia tenemos que aprender a vivir rodeados de mentiras porque hoy el problema no es acceder a información sino distinguir entre la verdadera y la falsa. Que no es fácil.

Y es ahí donde los medios de comunicación tienen una tarea muy importante. La prensa libre, al servicio de la sociedad y controladora también de los políticos desde una teórica insobornable sumisión a la libertad de opinión y de expresión, tiene responsabilidades muy importantes de las que no puede abdicar.

En primer lugar diferenciando con claridad entre información y opinión, algo muy claro en los medios anglosajones y mucho menos claro en los españoles, y luego teniendo un compromiso firme con la verdad y contrastando informaciones antes de publicarlas, incluso a riesgo de sacrificar titulares de los que venden ejemplares. Y eso, que debería ser la norma, por desgracia no ocurre siempre. Se dirá que no es algo nuevo y es cierto: el presidente McKinley declaró la guerra a España en 1898 sobre la base de un ataque al buque Maine inventado por el magnate de la prensa Randolph Hearst. Pero no es excusa.

Estos días hemos asistido en España al bochornoso espectáculo de dos conocidos periodistas que con su prestigio (?) daban verosimilitud a «informaciones» que difamaban a un líder político y a su formación a sabiendas de que eran falsas. Mentiras que les suministraba un individuo de muy dudosa reputación mientras políticos de otro signo movían desde lejos los hilos del embuste.

Es repugnante porque no todo vale. El daño está hecho. Francis Bacon decía «calumniad con audacia, algo siempre quedará». La democracia española no puede dejar pasar escándalos de este calibre sin reaccionar. Confieso que nunca pensé que diría algo parecido, pero ante la gravedad de lo ocurrido coincido con mi admirado Iñaki Gabilondo en que en esto todos somos Pablo Iglesias.