La pantalla que han colocado en el Estadio de Eugene (Oregón) donde se desarrolla el Mundial de Atletismo es gigante. Pero ni siquiera los espectadores que estén allí podrán ver con tanta minuciosidad lo que ocurre en cada una de las pruebas como quienes las seguimos desde casa. No menos grandes ni con menor definición.

Y es que a poco que uno sepa mirar, tenga curiosidad en observar los detalles y se sepa detener en los subtextos, más allá de lo estrictamente deportivo, un evento de las características de este Mundial al aire libre, donde las cámaras ven mucho más de lo que es capaz de captar el ojo humano, nos regala a cada instante imágenes que sólo han sido posibles a partir del nuevo siglo. Que al menos en el audiovisual, ha avanzado a pasos de gigante.

Entre los centenares de notas al margen que darían para poemarios, ensayos o relatos de verano (¿por qué nadie los escribe?) elijo un tema que me resultó chocante. Con qué poca ceremonia se les cuelgan las medallas a los ganadores de cada prueba. En cuanto cruzan la meta o concluyen los saltos, una ayudante les coloca la medalla al cuello. Aunque alguno, como el griego Mitiadis Tentoglou, contrariado, se quite la de plata al instante, conseguida en salto de longitud (donde Eusebio Cáceres quedó octavo). Con la misma actitud rutinaria con la que yo me quito la acreditación de un festival de cine al abandonar una proyección, o hago la mascarilla un ovillo en cuanto salgo del autobús urbano y me la meto en el bolsillo.

Sólo de tarde en tarde se ven las ceremonias de entrega de otros campeonatos. Parece como si la ausencia de parafernalia desposeyera el trofeo de parte de su valor. Cuántas historias quedarán por contar.