El paso de la infancia a la adolescencia suele caracterizase por la rebeldía. A veces con causa y veces, como le ocurría a James Dean, sin ella. El niño, que, desde un primer momento, siempre idolatró a su padre, que nunca se equivocaba, muta hasta convertirse en algo completamente distinto, en un crítico insaciable de las órdenes emanadas de la persona a quien antes obedecía ciegamente.

Este instinto rebelde, sin embargo, disminuye conforme avanzan los años. Y el hijo, convertido ya en hombre, alcanza un estado intermedio en el que, según su criterio, formado por las experiencias vividas y los conocimientos adquiridos, es capaz de diferenciar lo correcto de lo incorrecto.

Es cierto que estos conceptos no son universales y que las opiniones de uno y otro pueden variar de tal forma que lo correcto para el primero pueda no serlo para el segundo. Es algo maravilloso. La divergencia de opiniones, las cuales, siempre que tengan fundamento, dan lugar al debate, la actividad intelectual por naturaleza y, en consecuencia, el origen del conocimiento. Así lo creía Einstein, para quien una velada en la que todos los comensales estuvieran absolutamente de acuerdo en todo era una velada perdida.

Ahora bien, existen ciertas personas que, ya sea por ignorancia o, lo que es peor, por interés, económico, social o partidista, que viene a ser lo mismo, sea aferran a una determinada idea paradójicamente coincidente con la voz de su amo, y la defienden a capa y espada aún en el caso de sospechar o incluso de saber que se trata de algo aberrante. De este modo retornan a la infancia y, sobre todo, a aquella frase que los impúberes suelen pronunciar en los recreos cuando alguno de sus amiguitos contradice lo sentenciado por su padre: papá todo lo hace bien.

Papá, en el supuesto que nos ocupa, es el partido político de turno. Azul, rojo, verde o multicolor. No importa. Haga lo que haga el autodenominado como «líder», bien hecho ésta. Puede subir los impuestos, reducir las ayudas a quienes más lo necesitan, exaltar la labor de un país vecino que asesina vilmente a los hambrientos que sólo intentan dejar atrás su desdicha o elaborar leyes vanguardistas cuyo contenido resulta indiferente a la mayor parte de la sociedad. Si lo ha hecho él o cualquiera de sus vasallos, debe ser defendido y exaltado. Así de simple.

Pero no nos equivoquemos. No se trata del clásico maniqueísmo. Estas personas no son seguidores de ninguna religión sincrética. No admiten dos principios creadores en constante conflicto: el bien y el mal. Es todo mucho más sencillo. Los principios, para ellos, son mutables. Y su mutación no parte del conocimiento ni del debate, sino tan solo de la palabra, de una palabra, la del líder, que nunca yerra.

Y es que la crítica, aunque sea velada, puede suponer una terrible pérdida. Económica, por supuesto, que coincide con un puesto en una lista electoral, un escaño, una subvención o un sueldo de asesor. «Yo al oro me humillo», decía don Francisco de Quevedo, «poderoso caballero es don Dinero».

Ejemplos hay muchos. Y el más paradigmático de estas últimas semanas ha sido el salto a la valla de Melilla del viernes 24 de junio. Un mes más tarde, muchos de quienes presumen de progresismo y solidaridad con el prójimo no sólo no han condenado la monstruosa actuación de Marruecos, sino que incluso han respaldado su proceder homicida.

Veintitrés personas murieron aquel fatídico día (treinta y siete, según las ONG) y, pese a ello, un político español de sobra conocido, después de reunirse con su homólogo marroquí para disfrutar de un té moruno, se atrevió a decir que Marruecos está realizando un trabajo de contención importante hacia la emigración irregular que debe ser reconocido. A lo que yo me pregunto, ¿cómo puede una persona, sea de la ideología que sea, profese una u otra religión, defender una carnicería como la que vimos todos a través de las cámaras de televisión?

Otros, militantes fieles y disciplinados, simplemente han guardado silencio. Porque claro, si hablan, si critican, más vale que se vayan buscando un trabajo ajeno a la política. Y eso, lo de madrugar, sobre todo cuando uno no está acostumbrado, es duro. Es mejor medrar. Y si uno puede hacerlo desde la pubertad, mejor aún. Más tiempo para alcanzar el puesto soñado, aquel que requiera de su titular la colosal destreza de saber pulsar un botón cuando suena el silbato y de permanecer impasible, cualquiera que sea el objeto de lo votado, cuando el líder impone el silencio.

Obedeced, amigos míos, obedeced. Y seréis recompensados.