En un festival de música en el que estuve hace años había una capilla hinchable donde un Elvis te casaba, eso sí, con cita previa. A lo loco, pero no tanto. Me asomé a aquella pizarra en la puerta que anunciaba las bodas, más por curiosidad que porque creyera que fuera a necesitar un hueco porque entre aquella masa de hombres festivaleros con camisas hawaianas y tanques de cerveza se mimetizase con el follaje mi media naranja. Nada, ni un hueco. Tampoco era plan tomar todo como una señal del destino, porque servidora es de naturaleza razonable pero, caramba, ¿a qué se va a un festival si no es a enamorarse? De modo que abandoné la capilla diciéndome que si finalmente encontraba al amor de mi vida siempre podríamos pasar por otra caseta hinchable y tatuarnos nuestros nombres, así se llamase Hermenegildo.

Pero ni siquiera este Las Vegas en Benidorm cuenta como el espacio de bodas más surrealista en el que he estado, que fui testigo en la boda de una amiga en la que solo estábamos los futuros casados —y en otro futuro divorciados, pero no adelantemos acontecimientos—; un amigo del novio vestido a puñados y yo. Los cuatro en línea recta como policías escoltando a condenados. La boda se celebraba en la sala de matrimonios de un juzgado con la acera repleta de señores dibujando eses bajo la nube densa del tabaco. Los esquivé convencida de que no había un lugar menos romántico en el mundo… hasta que entramos. La sala, específicamente anunciada para unir enamorados era tan tétrica que de haber osado mi amiga lanzarme el ramo juro que me agacho. Tras tenernos un buen rato esperando —ahora lo veo, como una oportunidad perdida para echar a correr—, una jueza desganada nos hizo sentar en la primera fila situada sobre un escalón. Los asientos fijos me parecieron insuficientemente sujetos por dos barras laterales y me agarré a ambos lados de mi silla, tratando de mantener el equilibrio por los cuatro. Viéndonos en aquel precipicio, con los pies colgando, aunque la jueza no dijo “si alguien tiene algo que decir que hable ahora o calle para siempre” le susurré a mi amiga: “Ahora entiendo por qué lo llaman to fall in love”. Se rio tanto que temí que fuera incapaz de pronunciar el “sí, quiero”, pero lo hizo y los cuatro nos fuimos a comer al chino de la esquina porque sabemos vivir, como casarnos, a tope.

Y aunque sería injusto afirmar desde la perspectiva del ahora que aquel día, en aquel momento, sabíamos a ciencia cierta que aquel matrimonio, como tantos tatuajes grabados de madrugada estaba condenado al fracaso —quien no haya escuchado a su hija preguntarle en la piscina: “mamá, ¿quién es Hermenegildo?”, que tire la primera piedra— no deja de asombrarme que ahora podamos repasar muertas de risa cada detalle y ver con absoluta clarividencia que en cada uno el destino nos gritaba como un escuadrón de borrachos cantan en un concierto. Es decir: sabíamos que ‘no era’, solo que no lo sabíamos, ¿verdad que me entienden?

 De aquel marido que mi amiga tuvo una vez ya no recuerdo más allá de unos ojos celestes que la jueza debió tener en cuenta como eximente porque podían perfectamente nublar las capacidades casi de cualquiera impidiéndole de una manera transitoria escuchar el estribillo a gritos del destino. Uno debería casarse alegando motivos, como se licita en un concurso público y no contestando en lo bueno y en lo malo, venga va, pues vale. Pero lo que sí se me quedó en la cabeza desde aquella fatídica mañana es esta curiosa expresión del inglés de enamorarse; to fall in love (caer en amor). ¿Por qué? ¡¿por qué?! ¿Acaso saben los ingleses algo que nosotros desconocemos? También los franceses adoptaron esa gravedad de la gravedad de cruzarte con un guapo en un festival de veranos et ils tombent amoureux (y caen enamorados). Van tan tranquilos por la calle y cuando menos se lo esperan, en la tétrica sala de un juzgado o al salir de una capilla hinchable, caen y merde! (¡plof!) Enamorados…

Pero aquí lo de caer es otra cosa. Uno va mirando el móvil y cae; cae enfermo, cae redondo, ¡cae muerto! Se cae de un burro, cae mal (bueno, vale, también bien) y la única caída que ansiamos todos es la del gordo muy repartido en aquel lugar donde estuvimos visitando a un pariente y compramos un boleto.

Pero no caemos enamorados. Muy al contrario, cuando una amiga se separa hay que ir raudo a levantarla, porque cuando tocas verdaderamente el suelo no es en el amor, sino en el desamor. Con las rodillas y el corazón en carne viva. 

No. Aquí no nos caemos en los charcos del amor. Nos enamoramos y ya está. “¿Cómo estás?” “Enamorado”. Como engordamos, nos mudamos o hacemos la renta  —salvo si te mudas a Andorra pero no mezclemos—. Con la falsa sensación de que tuviéramos voluntad, con la ficción de tener algo de control en el asunto. Nada más lejos de la realidad. Nos enamoramos sin planearlo, por sorpresa, a traición… sin que nos venga bien en absoluto. Igualito a como nos caemos, ahora caigo.