Hace unos meses, cuando acababa de salir su libro Cuando ya nada se espera (Galaxia Gutenberg), José Griñán, ex ministro, ex presidente de Andalucía, condenado por la Audiencia de Sevilla por el caso de los Ere, era un hombre a la espera. Su libro, que era sobre los beneficios históricos que aportó a España el fenómeno de la Transición, tenía ese título, Cuando ya nada se espera, pero él mismo, en la entrevista que le hicimos aquí, explicaba que la siguiente parte del verso de Gabriel Celaya se refería a lo “personalmente exaltante” y decía el ahora político condenado por el Supremo: “Sigo vivo y, por tanto, con esperanza. La esperanza es lo que te deja vivir”. Ahora vive Griñán, en Sevilla, en su casa de siempre, en la segunda parte del verso. “La esperanza es lo que te deja vivir”.

Han salido en seguida, su abogado entre ellos, a explicar las razones para la esperanza, en este caso de que Griñán no vaya a la cárcel, en función de las distintas opciones que abre la justicia a los condenados, en este caso, además, por la mínima, tras un juicio que es de los más controvertidos desde la Transición. Lo conocí hace años, cuando él iba a comprar el pan en la mañana de los sábados, cuando era ministro de Felipe González; lo volví a transitar en la amistad precisamente cuando empezaron a caerle chuzos de punta, incluso le pedí que presentara un libro en Sevilla. Esa fue su primera aparición pública en el centro de la ciudad en la que vive. Al acto al que asistieron tantas personas que era claro que querían rendirle a él el agasajo que la reciente historia le había hurtado.

A partir de esos hechos que narro mi relación con él ha sido la de un afecto extraordinario que devino en la amistad que tiñe este texto. La lectura de su libro, que me pidió, fue una gran satisfacción, pues en Cuando ya nada se espera hay un canto que hace justicia a un pasado, la vida después de Franco, que en España se ha tratado con una mezquindad que él, a mi juicio con gallardía, con justicia, combate sin rodeos.

Con motivo de ese libro le hice, por teléfono, una entrevista que comenzó por el final. Es decir, por lo que su hijo Manuel le había dicho, y él recogía en las primeras y en las últimas páginas, acerca de lo más importante de la vida del padre, la política. Manolo le preguntaba, en una carta que fue pública, por qué se había dedicado a ese oficio que ahora le ofrecía una respuesta tan dura, tan mezquina, tan desoladora. Le dije a Griñán, en esa conversación, que el libro era también un recuento de su vida personal que en cierto momento (este momento en que vive la sentencia, por ejemplo) no tiene por qué ser propio de los avatares propios de la vida que tuvo por delante. En ese momento me dijo Griñán: “Es consecuencia de la vida política también. Quería expresarle a mi hijo el sufrimiento que se vive en unas circunstancias como las que yo tuve que protagonizar. Me parecía necesario hacer eso porque la política merece la pena, porque se lucha por unos ideales y por una democracia, pero también tiene veleidades que, incluso, pueden arruinarle la vida a alguien. La mejor manera de expresar algo así es con sentimientos, no tanto con acontecimientos. Y eso es lo que hago”.

Le pregunté en seguida si el libro le había ayudado a sobrellevar las consecuencias de ese proceso. Él creía que ya había colmado su vida. En la sentencia que ahora pende sobre él hay connotaciones que tienen que afectarle como el hombre que es. Griñán es un político que ha hecho una carrera muy abierta y conocida, sobre la que ahora se cierne un escrutinio abierto a miles de interpretaciones que no podrán obviar, en ningún momento, el carácter que domina en su historia personal, un hombre a la espera que ahora padece una sentencia pero que durante estos últimos años, antes que la de los jueces, padeció sin rencor una situación que no le impidió escribir con nobleza un canto de esperanza. “La esperanza es lo que te deja vivir”.