La dimisión del primer ministro italiano, el tecnócrata Mario Draghi, aunque suceda en un país muy acostumbrado a tales sobresaltos políticos, no podía haber caído en peor momento.

Como el resto de Europa, Italia ha de lidiar con la elevada inflación, con los altos costos energéticos, con la guerra de Ucrania, y necesita a la vez reformas urgentes para acceder a los 200.000 millones de los fondos de recuperación de la UE.

No es por tanto extraño que la prensa italiana hable de “vergogna” (vergüenza), titular del diario milanés La Stampa, o de “Italia traicionada”, como tituló en su portada La Repubblica.

Preocupa además, y mucho, el que el partido con más posibilidades de formar el próximo gobierno sea Fratelli d´Italia, el equivalente allí de Vox, que dirige la que fue ministra de Juventud en el cuarto gobierno de Berlusconi, Giorgia Meloni.

Como a otros dirigentes de extrema derecha y de la populista Cinco Estrellas, a Meloni se le atribuyeron en su día simpatías con el líder ruso, Vladimir Putin, pero también con el ex presidente de EEUU Donald Trump: los autócratas, ya se sabe, se entienden.

Últimamente, sin embargo, sobre todo tras la invasión rusa de Ucrania, ha tratado Meloni de ganar cierta respetabilidad, distanciándose, por ejemplo, más de Putin que el líder de la Lega, Matteo Salvini, y adoptando posturas claramente favorables a la OTAN.

Con todo, preocupa a la Alianza que el frente europeo antirruso, coordinado desde Washington, termine resquebrajándose, como vemos que empieza a ocurrir.

Hace tiempo que algunos habíamos pronosticado que la prolongación de la guerra no sólo para liberar a Ucrania, sino al mismo tiempo para desangrar a Rusia, como quieren Washington y la OTAN, iba a traerle a Europa sacrificios de tipo social y económico que aprovecharían inmediatamente los populistas de extrema derecha..

Y así vemos cómo en el país de Meloni, Salvini y Berlusconi, hay ya una mayoría de los ciudadanos que, aun condenado como el resto la invasión de Ucrania, no es partidaria de aumentar el gasto militar como quería Draghi sino que preferiría que se dedicara ese dinero a programas sociales o a labores de investigación y desarrollo.

También Alemania, dependiente más que otros del gas ruso, parece caer poco a poco en la cuenta de lo que se le viene encima por no estar preparadas ni su población ni su industria para los recortes del suministro con los que Moscú intenta presionar a Occidente. Algo parecido ocurre también en Austria.

Pero lo que sucede sobre todo en Italia, país que ha sido siempre tantas veces precursor de los movimientos políticos europeos, entre ellos por desgracia el fascismo, es a la vez un termómetro y un toque de atención para el resto del continente.

¿Acaso no han pensado los líderes europeos, tan dispuestos ahora a seguir la estrategia de Washington frente a Moscú, qué ocurrirá con la OTAN si el ex presidente de EEUU Donald Trump, ansioso de tomarse la revancha frente a su rival, Joe Biden, termina presentándose a las próximas elecciones y las gana como podría suceder?

¿Cuál sería entonces la actitud de Trump para con el autócrata del Kremlin, por quien nunca ocultó su admiración mientras ocupó la Casa Blanca? Y ¿qué podría hacer entonces Europa?

Por otro lado, y para volver al caso italiano, si hay algo que éste pone de manifiesto es la debilidad democrática de tener que confiar la política a tecnócratas no electos como Draghi -o anteriormente Mario Monti- por la inestabilidad que supone la falta de entendimiento entre los partidos: es la bancarrota del sistema parlamentario.

Cuando, como ocurre en Italia, la democracia se convierte en una especie de patología, y se ven las elecciones como síntoma de la enfermedad frente a lo que la única vacuna es un gobierno encabezado por un técnico que no ha tenido que pasar por las urnas, hay algo que en el fondo no funciona.

No está de más recordar aquí las palabras del ex jefe del Gobierno italiano Massimo D´Alema, quien, aun reconociendo la autoridad y competencia de Draghi y el hecho de que su nombramiento para encabezar el Gobierno de Roma respondiese a una emergencia, advertía contra la tentación de convertir el “estado de excepción” en “el nuevo modelo democrático”.

¿Hay algún otro país democrático donde no se sepa a qué partido vota el jefe del Gobierno como sucede con Draghi? ¿Cómo pedir entonces a los ciudadanos que vayan a votar?, se pregunta más de uno.

¿No deberían los partidos democráticos hacer mejor sus deberes, mirando más a los ciudadanos que a la banca y los mercados? ¿No sería la mejor forma de evitar el peligro de la extrema derecha populista, que ya vemos asomar en Italia?