Hace unos meses, mi hijo -11 años- preguntó si nos parecía bien que adoptáramos un pingüino. Como no es la pregunta más extraña que me ha hecho en los últimos tiempos, me limité a pedirle que justificara su petición. Resulto que, al parecer, el Ejército de Tierra tiene un proyecto de investigación antártica que incluye la adopción ciudadana de pingüinos. Tampoco me sorprendió. Aunque me extrañó que los energúmenos contrarios a toda práctica de memoria histórica no hayan vociferado contra esta iniciativa que, a buen seguro, al Ejército de África no se le hubiera ocurrido –me parece que las cabras de la Legión no están en peligro de extinción, ni los benedictinos del Valle de los Caídos-. Lo que explico a mi hijo. No estoy seguro de que me entendiera, pero una foto de Millán Astray abrazado a Franco aclaró muchas cosas: esos sí eran pájaros y no estos bichos que no saben ni volar. Decidimos pensar la cuestión y que mi vástago y youtube indagaran sobre el asunto. Ni que decir tiene que se olvidó con presteza característica, y ni siquiera cuando propuse adoptar un cerezo, removió la idea.

Pero hoy le he explicado que uno de los peores vicios del verano es que deja sin ganas ni argumentos al articulista dominguero; o sea, a mí. Ante tan sorprendente noticia me ha propuesto escribir del pingüino, no tanto para urgir la adopción –sabe que yo, en verano, lo único que hago rápido es beber cerveza y leer libros atrasados- como para sugerirme la siguiente reflexión: si me asombra la propuesta es porque ahora los mayores nos sobresaltamos con muchas ideas de los jóvenes, quizá sin llegar a entenderlas; aunque, concede, a nosotros, cuando fuimos modernos, seguro que nos pasó lo mismo, pero menos, y, probablemente, a ellos les pasará igual. No me he atrevido a decirle que, desde luego, en mi infancia nadie hubiera osado proponer la adopción de un pingüino, no porque las características de nuestro ejército lo desaconsejara, como queda dicho, sino porque, me parece, ni Félix Rodríguez de la Fuente habló mucho del tema. Pingüinos había, pero no al alcance de nuestra benevolencia. ¿Prueba ello que ahora somos más benevolentes o que la bondad misma ha caído bajo el infame imperio del consumismo desaforado? En estío no contesto a estas preguntas.

El caso es que la explicación no deja de ser una actualización líquida, postmoderna, de la añeja disputa entre antiguos y modernos, lo que viene a probar que más que querella en una invariable cultural. Cada generación, más o menos –sin entrar en aburridas disquisiciones orteguianas-, ha de plantearse si debe tener prioridad conservar lo conocido o entregarse al amor por los pingüinos. Seguramente un equilibrio entre el cambio y la innovación sería lo más sabio. ¿Cómo no maravillarse de que un invento de inteligencia artificial vaya a ser capaz de mapear todos los tipos de proteínas –espero que también las de los pingüinos- lo que salvará muchas vidas? ¿Pero cómo no maravillarse de que el despegue de la economía real –incluyendo la disruptiva- agrande las brechas entre pobres y ricos, incluyendo las de esperanza de vida y calidad en el envejecimiento, dependiendo prioritariamente –genética aparte- de la riqueza de cada cual? He leído, como quien no quiere la cosa, que la estatura media de los universitarios es 3 centímetros superior, lo que está ligado a que lo de la meritocracia es levemente falaz y que la riqueza juega un papel determinante en los que se titulan y que los ricos comen mejor. Lo nuevo, nuevo, en fin, es que todo eso concurre, no es escindible, es parte de un mismo proceso, de una misma lógica, con una invisible violencia capilar. Pero eso no lo sé explicar a mi hijo.

Lo mismo sí entiende algo más urgente: hay que adoptar pingüinos porque lo mismo se acaban, y son demasiado simpáticos para permitirnos ese lujo. Quizá lo de la simpatía –argumentó antrópico- es lo de menos: los buitres son feos de narices y también hay que conservarlos echándoles muertos, lo que pasa es que si no hay pingüinos se rompen no sé cuantos equilibrios ecológicos con consecuencias terribles. O sea: que esto del cambio climático no sabemos dónde apuntarlo, si a tradiciones que algunos imbéciles se empeñan en conservar, como si fueran las fiestas de la patrona, o lo imputamos a una innovación que, en el fondo, no impugna el modelo económico que está debajo, y encima, de los más graves desequilibrios. Eso, ya digo, mi hijo lo entiende enseguida, aunque para la parte filosófica no tenga palabras –como le sucede a la mayoría de filósofos-. El año pasado vimos una preciosa reserva de lobos en la Sierra de la Culebra, en Zamora, donde ha habido ya dos terribles incendios. No sé qué habrá sido de los lobos. Ni si los asesinos de lobos estarán contentos por haberse ahorrado una pasta en balas de plata.

Llevado por tal estado de melancolía, sugiero abrir una suscripción para adoptar articulistas. Mire cómo será la cosa que, tras unos 18 años, este agosto me tomo vacaciones en estas páginas. Si me echa de menos a rabiar, échele la culpa al cambio climático y persevere en la virtud de la paciencia hasta septiembre. Por lo demás, si mi hijo insiste en lo del pingüino, pues habrá que adoptarlo. Ya se lo contaré.