Hace años, cuando aun vivía el general Franco y Barcelona, por ejemplo, era tomada por sorpresa por tropas de policías que garantizaban los estados de excepción ordenados por el dictador, Barcelona era una férrea frontera de España con Europa.

Pero de pronto esa línea se rompió y fue el punto de partida para que los españoles de entonces, catalanes y españoles de todas partes en general, se fueran a Perpiñán, en Francia, a ver películas que aquí estaban prohibidas, o a París, a traer libros prohibidos por el habitante del Pardo, el reaccionario parafascista que había ganado la guerra civil.

A aquella Barcelona de 1970, humedecida por el pegajoso invierno y perseguida por los rescoldos de la dictadura nacida en 1939, llegué un día de diciembre. Los grises, como llamábamos a la policía de entonces, que se vestían como herederos de la Gestapo, perseguían a los transeúntes, sin distinciones, porque en un estado de excepción todos éramos sospechosos, y en un momento determinado yo mismo era un sospechoso al que le pedían el carnet simplemente por pasear en dirección contraria a la que mandaban aquellos policías militarizados.

En ese clima tan perverso para la libertad me encontré con algunas islas de libertad o alegría, pues Barcelona era también una ciudad alegre, de bares o clubs memorables, como el Bocaccio, adonde iba para ver en acción a las personas más conocidas de entonces en el mundo literario o editorial. Recuerdo en una de aquellas noches a Rosa Regás y a Beatriz de Moura hablando en Bocaccio, el más importante de los bares de encuentros que hubo en el siglo XX barcelonés. Estaban las dos consumiendo la bebida de la época, el gin tonic. Yo las miraba desde la barra de madera pulimentada de aquel sitio que pasó a la historia como si ellas fueran parte de la película que yo había ido a ver a Barcelona.

En ese viaje me encontré, porque un amigo influyente consiguió esa cita, con Gabriel García Márquez, en su casa de la calle Caponata. Ya he contado aquí que él recibía a los visitantes haciendo sonar una carraca que desprendía carcajadas, para quitarse de encima su timidez que hizo leyenda. Por aquel entonces, además, se bajó en Barcelona, a pesar de que él presumía de no descender de los barcos allí donde hubiera dictaduras, el Nobel chileno Pablo Neruda, y Gabo se fue de su casa, que era su templo, a encontrarse con él en las Atarazanas. De esa foto me serví yo más tarde para reclamarle al poeta chileno que bajara igualmente en Tenerife a saludar a republicanos que habían sido sus amigos. Entonces vivía también en Barcelona Mario Vargas Llosa, y por aquellos tiempos, un poco más tarde, recalaron José Donoso y el igualmente chileno Jorge Edwards, reclamados por la presencia de aquellos dos amigos, Gabo y Mario, que dejaron de serlo, y sobre todo por la dama mayor de la literatura de aquella época, Carmen Balcells, la agente literaria que cambió para siempre el panorama de las relaciones editoriales en España y en el mundo.

Así que en aquel entonces había al menos dos barcelonas, aquella que huía de los grises y la que habitaba en Bocaccio y en las librerías o hablaba el hispanoamericano de Lima o de Cartagena de Indias, los acentos de Vargas Llosa o de García Márquez. Una ciudad dual o triple, que tenía librerías maravillosas, actividades culturales que iban desafiando el gris que imponía el franquismo, en la que fui conociendo a gente como Carlos Barral o Juan Marsé, editor y autor, artífices (o artistas) de una manera distinta de referirse a Barcelona, como puerta abierta a Europa en el caso del editor, y como lugar en el que un país encerrado era capaz de generar una literatura que relacionaba a los perdedores de la guerra civil con los protagonistas de una vida urbana que combinaba el enamoramiento con la golfería.

Barral fue el gran editor europeo de Barcelona, que abrió la ciudad a encuentros internacionales que la hicieron una de las capitales editoriales de mayor renombre, y Marsé fue la gran sorpresa literaria, con 'Últimas tardes con Teresa', que durante años no tuvo parangón entre las grandes novelas de la ciudad, hasta que Eduardo Mendoza, su amigo, también amigo de Barral, cultivado en Nueva York y en el mundo, publicó la impar 'La verdad sobre el caso Savolta', la revelación de otro escritor memorable y una historia de la Barcelona golfa y ruin, pero elegante, de los años veinte del siglo del mismo número.

Aquella Barcelona que vi en 1970, pues, fue variando al ritmo de los tiempos. Además, en el ámbito estético y también político, fue cambiando también el ambiente de aquella España que tenía la capital en Madrid, pero la punta de lanza de su futuro estaba en lo que se inventaba, en las tiendas, en los teatros o en las librerías, y también en los bares, en Barcelona. De esa Barcelona cambiante me enamoré como ciudadano, y también como periodista, así que aquí he venido cada vez que he querido saber cómo iban las cosas, para escuchar a sus buenos periodistas, y en un tiempo sobre todo para saber qué pensaban de la vida que iba pasando personajes como el amigo Manuel Vázquez Montalbán, o el amigo Marsé, que hasta hace dos años, cuando éste murió en Barcelona, en plena tristeza pandémica, fue la persona que regalaba, al teléfono, la alegría de su ironía contra las solemnidades de un país, Cataluña, y de una nación, España, o viceversa, condenadas a convivir pero a veces dramáticamente rotas para disgusto, por ejemplo, del autor de 'Últimas tardes con Teresa' o de 'Un día volveré'.

A esa Barcelona, pues, he vuelto muchas veces desde que los grises imponían la ley de entonces, que era verdaderamente fascista. He vuelto esta semana para estar aquí unos días, oyendo hablar de periodismo, encontrándome con amigos entre los que ya no pueden estar aquellos muchos que he citado, por ejemplo, Carmen Balcells, que no sólo revolucionó las relaciones literarias sino incluso el modo de recibir en Barcelona, y me he encontrado, bajo el calor de cuarenta grados que amenaza a España con la locura, con una ciudad que parece un país extranjero, al menos en su cogollo.

Un país que te podrías encontrar en algunos lugares de Saigón, de Tokio o de Londres, transeúntes de todos los idiomas, bares que parecen franquicias de Nueva York o de Budapest, personas vestidas como para salir pero que están descalzos en las aceras, comiendo sobras, o elegantes damas jóvenes que se preparan desde el mediodía para algunas de las muchas fiestas que debe haber en la ciudad. Claro que luego hay lugares viejos, o envejecidos, que recuerdan a aquella Barcelona del 70, lenta excepto cuando corrían los grises y, ante ellos, los ciudadanos. He estado, por ejemplo, en la Plaza de Sant Jaume, donde coexisten frente a frente el ayuntamiento y la Generalitat, el gobierno de Cataluña, y me he encontrado con gente de todo tipo de procedencias y de lenguas preguntándome por la naturaleza de los símbolos que penden de ambas balconadas, en que una y otra administración pugnan por ser mejores con Ucrania. Y por las callejuelas que siguen siendo las mismas, y donde hay reliquias del pasado, encontré franquicias, como en Nueva York o en Roma, vendiendo lo mismo, como si el mundo tuviera aquí una exposición universal de todas las cosas habidas y por haber, de modo que no sería necesario ir al extranjero a buscarlas. Porque el extranjero está aquí, su epicentro es un café, que se llama Zúrich, y los meandros son cualquier calle en la que ahora ya te encuentras como ciudadano del mundo sin tener que ir al mundo, porque el mundo te va venido a ver a Barcelona.

Posdata. Al terminar esta crónica bajé a desayunar en el hotel de Barcelona donde me alojo, cerca de la Plaza de Cataluña. En inglés me preguntó la camarera por mi número de cuarto. Le respondí en español, y le pregunté en inglés de donde es ella misma. Me dijo que es argentina.