Nuestros informativos más sensacionalistas, o séase, la mayoría, se desplazaron el pasado fin de semana a la romería gallega de la virgen de As Neves, que este año contaba con una novedad que irritó a vecinos y visitantes. El párroco había prohibido que en ella participasen los «ofrecidos», unos voluntarios que decidían hacer el recorrido portados en féretros abiertos, para arreglar las cuentas con «el de arriba». El sacerdote también prohibió todas las promesas de aquellos que participaban en la marcha de rodillas, avanzando entre caminos pedregosos, destrozándose las articulaciones. «Yo no entiendo así el evangelio», zanjó el párroco ante los reporteros.

La romería, que data de 1.700, nutrió de imágenes pintorescas a los fotoperiodistas que se especializaron en captar imágenes de nuestras fiestas populares. Debido a la pandemia, este era el tercer año que no se veía a lo «ofrecidos» desfilar, pero gracias a La 2 y a su costumbre de repetir documentales, el 23 de julio pudimos ver el primer episodio de la excelente serie Atlántida, escrita y dirigida por Daniel Landa, donde precisamente se captó la que sería última romería de As Neves. Tan cargado estaba el ambiente en el lugar, que fue el propio reportero el que propuso al final de la secuencia irse de allí lo antes posible.

Al hilo de esto, cabría abrir un melón inmenso a raíz de las barbaridades que se permiten con la coartada festiva y antropológica. Hasta hace poco se lanzaba una cabra de un campanario como si nada, pero todavía hoy, transcurridos 22 años del siglo XXI, cohabitamos con costumbres atávicas sobre las que alguien debería pronunciarse para cortar de raíz. Sin ir más lejos, la suelta de toros y vaquillas: un espectáculo denigrante, inculto, peligroso y sin pizca de gracia.