Las causas más frecuentes que provocan un encarecimiento de los precios vienen determinadas por una perturbación de la oferta o por un incremento del dinero en circulación que estimula la demanda.

Ambos supuestos se están dando en estos momentos en gran parte de los países occidentales, en primer lugar, por el encarecimiento de los productos energéticos derivados del conflicto bélico en Ucrania, y en segundo término por el afán consumidor de una población deseosa de gastar los ahorros acumulados durante la pandemia COVID-19 y por la política monetaria cuantitativa empleada en los últimos años por los Bancos centrales de prácticamente todas las economías avanzadas. 

Los últimos datos de inflación en EE. UU señalan un aumento de los precios del 9,1 %, y la media en la Unión Europea está en el 8,6%. En España la inflación en julio se sitúa en el 10,8 %, según avanza el Instituto Nacional de Estadística (INE).

Hasta aquí lo que ya sabemos. Quedaría por predecir lo que puede ocurrir cuando se vuelva a la normalidad y digamos adiós al parón producido por las vacaciones estivales. 

Algunas políticas que toman las autoridades económicas para frenar una escalada inflacionaria serian 1) subir los tipos de interés; 2) reducir el gasto público; y 3) aumentar la carga fiscal, tanto directa como indirecta. Los efectos más inmediatos de estas medidas no son otras que una contracción en el crecimiento que podría convertirse en una recesión dependiendo de cuales de estas políticas sería la más acertada y cuanto se alargarían en el tiempo. Por tanto, una derivación de todo ello es que habría menos inversiones, disminuiría la producción en las industrias, algunas empresas se verían abocadas al cierre y, consecuentemente, se produciría un aumento del desempleo.

La curva de Phillips recoge la existencia de una relación inversa entre la tasa de crecimiento de los salarios nominales y la tasa de desempleo, es decir, cuando mayor es una menor es la otra. Podemos argumentar, pues, que reducciones en la tasa de desempleo (como viene ocurriendo ahora en España) se logran a costa de aumentos en la inflación, y que una disminución en las tensiones alcistas de los precios implicará un agravamiento del desempleo, como ya hemos advertido anteriormente. Si esto no resultase, es decir, si un mayor desempleo no reduce la inflación y ambas permanecen constantes estaríamos hablando de inflación con estancamiento o estanflación.

Las autoridades monetarias estadounidenses han vuelto han elevar el tipo de interés y ahora mismo está en el 2,25%. Han fortalecido su moneda encareciendo sus exportaciones y han entrado técnicamente en recesión, aunque su Administración lo niegue. Lo previsible es que veamos pronto un aumento en el desempleo que a junio de 2022 estaba en el 3,6%. El Banco Central Europeo (BCE) también ha subido el tipo de interés al 0,50%, cuyos efectos aún desconocemos, aunque somos de la opinión que si no se toman otro tipo de medidas complementarias como una reducción del gasto público o un incremento de la carga impositiva no habrá más remedio que incrementarlo de nuevo.

La regla de Taylor de la política monetaria nos enseña que el tipo de interés interbancario estimado guarda una relación estrecha con los índices de inflación y la brecha del desempleo (diferencia entre la tasa observada y la estimación de la tasa natural). Nuestros cálculos nos indican que, con los datos de inflación actuales y la brecha del desempleo, el tipo de interés interbancario para la economía española debería oscilar entre el 7 y el 8%. Sin embargo, como sabemos, la política monetaria la fija el BCE, y es improbable que eleve aún más el tipo de intereses a no ser que la media de la inflación en la Unión Europea supere la barrera del 10%.

Sin cambios estructurales en la economía española, las autoridades tendrán que vérselas con el dilema de tener más inflación o más desempleo. Si no es deseable ni una ni otra, lo correcto en España en estos momentos sería, además de elevar el tipo de interés, ir a un pacto de rentas y evitar 1) fijar las subidas salariales en el sector público y privado vinculándolos al IPC; 2) trasladar a los precios los mayores costes energéticos soportados por las empresas, y 3) nuevos incrementos del déficit público.