Cuando era niño me tocó interpretar en la escuela un papel en una obrita de teatro que todavía recuerdo de memoria. El diálogo lo protagonizan dos baturros. Espero que nadie piense que doy por buena esa atribución social de terquedad que suele hacerse a los aragoneses. El texto decía así: De Aragón en una villa, y en un pobre escaparate de una humilde tiendecilla, entre arroz y chocolate, garbanzos y salchichón, hizo el tendero poner unas barras de jabón. Por la tienda y al acaso pasaron dos mocetones.

- Ese queso amarillico, qué bueno debe de estar

- Eso no es queso, mañico, eso es jabón de lavar.

- Miá que jabón, qué invención. Es queso, bueno está, es queso.

- Es jabón.

- Es queso.

Porque no diera en contienda lo que tan poco valía, se colaron en la tienda a dirimir su porfía.

  • De ese queso que usted tiene, ponga media libra amigo.
  • Eso no es queso buen hombre.
  • Usted póngame en el peso, sin más razones que dar, media libra de ese queso, que lo vamos a probar.

Hízolo así decidido el vendedor complaciente y en el jabón discutido los dos hincaron el diente. Uno lo escupió asqueado no bien lo llegó a probar, el otro lo comió encantado como si fuera un manjar.

Y concluye con lo que pretendo hacer el eje de este artículo:

- ¿No te convences, melón?

- Antes me ves patitieso.

- Pero, ¿no sabe a jabón?

- Sabe a jabón, pero es queso.

Digo que ese final es el eje de este articulo porque quiero hablar de la terquedad. Ni la evidencia más palmaria le hace al terco bajarse del burro. “Sabe a jabón, pero es queso”. ¿Cómo convencer a esa persona de que estaba equivocada? Imposible. Ni argumentando, ni por la fuerza.

Un ámbito en el que se manifiesta la terquedad es en las tertulias. Las que se producen en reuniones de amigos o familiares en casas o en cafeterías. Y también en las tertulias de televisión. Se ve de forma palpable cuando una persona repite una y otra vez el mismo argumento sin escuchar nada de lo que le dicen los demás. “Una persona terca no tiene opiniones, estas lo tienen a él”, escribió el poeta Alexander Pope. La testarudez nos impide cambiar de opinión, contemplar otras posibilidades y, en última instancia, evolucionar y crecer como personas.

Hay tertulianos tan tercos que no mueven un milímetro su postura sean cuales sean los argumentos del opositor. Casi puedes saber qué es lo que van a decir y lo que van a sostener durante todo el tiempo que dure la sesión. Ridiculizan las opiniones contrarias y atribuyen la discrepancia a falta de información o de cordura. Voy a citar a dos que me llaman especialmente la atención: María Claver (en la Sexta Noche) y Antonio Naranjo (en La Roca). Resulta imposible para estos dos analistas ni imaginar siquiera que el presidente Pedro Sánchez haya podido tener una buena idea o tomar una buena decisión. Su tozudez me produce por una parte hilaridad y por otro rechazo. Sus planteamientos son abiertamente sectarios.

Las sesiones parlamentarias y los debates electorales nos muestran muchas veces disertaciones que se llevan escritas antes de escuchar los alegatos del adversario. No hace falta escuchar para contestar a lo que ha dicho el anterior interviniente. No conozco ningún caso en el mundo entero y en toda la historia de un parlamentario que, persuadido por la argumentación del opositor, haya anunciado que le han convencido los argumentos escuchados y que, a partir de ese momento, se va a cambiar de partido.

Los profesores, que estamos puestos por la sociedad para enseñar, corremos el peligro de pensar que no tenemos que aprender y que, desde nuestra posición, no podemos mostrar dudas, cambios de opinión o reconocimiento de una equivocación. Qué error. En la editorial Homo Sapiens publiqué hace años un libro con este título: Enseñar o el oficio de aprender.

Cuando organizaba debates en clase sobre temas polémicos, se iniciaba con defensores y detractores, pero después de un tiempo defendiendo las posiciones de partida, tenían que defender la tesis contraria.

Invitaba también a quienes fuesen persuadidos por argumentos rigurosos del grupo opuesto, a que se cambiasen de lugar, pasando a defender la causa contraria.

Comprobé muchas veces que existía un atrincheramiento en las ideas previas. No había argumentos que obligasen a cambiar de posición.

No existe una única manera de interpretar la vida y el mundo. Cada quien confiere un significado a los eventos según sus puntos de vista, experiencias de vida y expectativas. Es un fenómeno normal. Sin embargo, a la hora de atribuir esos significados existen mentalidades más rígidas que otras. Hay personas tercas que se apegan excesivamente a su visión del mundo y no tienen la flexibilidad mental suficiente como para tomar en consideración otros puntos de vista que difieran del suyo. En la vida cotidiana también podemos llegar a ser muy testarudos. Y eso nos puede traer problemas, tanto en discusiones como en decisiones. Aferrarnos a soluciones que no funcionan o seguir por caminos sin salida es una manera de condenarnos a la insatisfacción y al fracaso.

La persona terca suele descalificar al interlocutor achacándole la tozudez que no descubre en sí mismo. Tozudos siempre y solo son los otros. Decía Bertrand Russel: “Yo soy firme, tú eres obstinado, él tiene cabeza de mula”.

La duda es un estado incómodo, la certeza es un estado intelectualmente ridículo. Lo que pasa es que algunos confunden pereza de pensamiento con firmes convicciones. Y por eso no tienen que leer nada, ni escuchar a nadie, ni viajar a ninguna parte ni poner en cuestión lo que piensan.

La tozudez se aplica a las personas que no ceden en sus actitudes y opiniones por muy fuertes que sean las razones en contra. Por eso es una conducta irracional propia de quien no se atiene a razones. Montaigne vinculó este rasgo con la mezquindad. Lo dice así: “La testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los espíritus bajos”. Decía Philip John Miller, horticultor y botánico inglés, que “hay una línea muy fina entre la terquedad y la estupidez”.

La capacidad de reconocer el error permite rectificar decisiones equivocadas si, al ponerlas en marcha, han tenido repercusiones negativas inesperadas. Un joven ingeniero agrónomo llegó destinado a una provincia aragonesa en la que existía una grave plaga de escarabajo de la patata. Para solucionar el problema decidió enviar una circular comunicando que el servicio agronómico pagaría una fuerte cantidad por cada kilo de escarabajo muerto que presentaran. Al tercer mes, ante el incremento alarmante de escarabajos muertos subvencionados, averiguó que los ladinos agricultores estaban dedicando a la cría de escarabajos y no a combatir la plaga. ¿No tenía que rectificar la decisión inicial al ver las consecuencias que estaba provocando?

Frecuentemente nos instalamos en las rutinas a pesar de que evidencias científicas nos obligarían a efectuar cambios en las prácticas. No ponemos en tela de juicio lo que hacemos a pesar de que esté acabando en fracaso. Y cuando comprobamos que el fracaso existe, estamos tentados de tribuir a causas ajenas.

¿Tan difícil es decir que si sabe a jabón es porque es jabón y que la forma y el tamaño nos habían llevado a engaño? Pues sí, parece difícil, especialmente para los más cerrados de mollera.

Hace uno meses trataba de explicar a un vecino las razones por las que la postura que defendía, debería ser revisada. Cuando llegué al quinto argumento que desmontaba su postura y vio que por exigencias de la lógica no tenía más remedio que retractarse, se cruzó en jarras y moviendo la cabeza de un lado para otro, me dijo:

  • Pero, que sepas que a mí no mes vas a convencer, ¿eh?

Y se comió todo el jabón. Pues que aproveche.

Hay quien, por no ceder, se indigesta con sus propias ideas, con sus propias convicciones, con sus mezquinas dosis de orgullo. Hay quien ha decidido utilizar la cabeza solo para cornear, no para pensar. Ya lo decía Machado: “De cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”.