El gobierno ha decidido reformar radicalmente la selectividad y a mí no me parece mal del todo. En primer lugar, porque no creo que ninguna prueba -más allá de su dureza relativa- pueda transformar la educación de un país. En segundo lugar, porque una vez iniciada la reforma de la enseñanza primaria, secundaria y del bachillerato, resultaba inevitable rehacer el examen que da acceso a la universidad. Por mí se podría haber suprimido directamente -no lo digo de modo irónico- y no pasaría nada relevante. Hace años ya que el modelo educativo en España hace aguas y ningún gobierno -tampoco este- parece haber dado con la tecla para arreglar la avería. La falta de consensos, debida a una excesiva ideologización de la escuela, ha dificultado las políticas de largo plazo. Una burocratización también desmesurada ha atado de pies y manos a los profesores. Los profundos cambios sociales, culturales y tecnológicos han supuesto un maremoto en las aulas, cuyo alcance intuimos, pero solo hasta cierto punto.

Hoy resulta obvio que el pasado es inviable, aunque ese mismo pasado -más o menos lejano, más o menos idealizado- durante décadas haya respondido mejor a los estándares de nivel propios de la escuela europea. Al romperse la tradición por motivos difíciles de resumir, cabe preguntarse qué hacer a partir de ahora o, mejor dicho, qué van a necesitar nuestros hijos para navegar por el futuro con algunas garantías.

La reforma de la selectividad puede suponer una aceleración hacia una mejora educativa o hacia lo contrario, pero lo más probable es que no incida ni para bien ni para mal. Y, en este sentido, sería conveniente que se relativizara su importancia o que se cediera a cada universidad el diseño de sus propios criterios de admisión. Porque la clave de la educación radica en una determinada forma de mirar que aspira a lo alto, a la excelencia, a la superación de uno mismo. Esto es algo que saben los países de éxito y no dudan en poner todos los medios a su alcance para lograrlo. Tendríamos que aprender de ellos.