Leíamos la semana pasada en el Diario INFORMACIÓN que “el Teléfono de la Esperanza de Alicante atiende cuatro llamadas semanales relacionadas con suicidios”. Un reportaje de Alberto Losa que rompía el silencio que siempre ha caracterizado el trato de este tema en los medios de comunicación. Hace ya un par de años que diversos expertos y el Ministerio de Sanidad reactivaron el debate concluyendo con la conveniencia de que los medios abordaran esta realidad. Así, nos hicieron entender que visibilizar a personas que han abandonado la idea del suicidio puede ser clave para evitarlo. Hablar previene, así que hagámoslo.

Así, con anterioridad, cuando fallecía una persona conocida, se intentaba abordar el tema con sumo cuidado y se evitaba que la noticia estuviera en la sección de sucesos. Cuando eran personas anónimas, el hecho simplemente no existía. Hay que tener en cuenta que el suicidio es la primera causa de muerte no natural en nuestro país: una media de diez personas diarias hasta llegar a unos 4.000 casos. Las estadísticas no engañan: los suicidios son el doble que las muertes en accidentes de tráfico, son 13 veces más que los fallecidos en homicidios y 67 veces más que las víctimas de violencia de género. Respecto a la edad y al género, son la primera causa absoluta de muerte entre hombres de 15 a 29 años y la segunda, después de los tumores y el cáncer, en mujeres de esas edades. Con todo, el mayor número de suicidios en ambos sexos se produce entre los 40 y los 49 años.

Todo ello en un progreso imparable: las muertes por suicidio han ido aumentado, pasando de 2.987 en 1989 a 3.602 en 2015. Podemos añadir a estos datos el hecho que, por cada persona que se suicida, seis personas de su entorno resultan seriamente afectadas. Es evidente que nadie se alegra de la decisión de alguien de acabar con su vida. Sólo en la literatura podemos encontrar expresiones como la del escritor noruego Karl Ove Knausgård en La muerte del padre (2009): “Y en mi caso, ¿quién había sido mi padre para mí? Alguien cuya muerte había deseado.”. Es difícil entender fuera de la ficción que alguien pueda alegrarse de la desaparición súbita de un miembro de la familia o de su círculo más cercano.

Tal vez, el mismo escritor intenta argumentar sus comentarios personales más extremos con este juego metaliterario: “lo que yo intentaba, y tal vez intentan todos los escritores, qué sé yo, era combatir la ficción con ficción”. La muerte o el suicidio se convierte así en el factor motriz de una novela que nos confirma la expresión “la realidad supera la ficción”. No es cuestión de relativizar y, nada más lejano en mi intención, frivolizar sobre el tema que nos atañe. Como seres humanos consecuentes tenemos que respetar la decisión de las personas que quieren acabar con su vida, sea cual sea su motivo: conflicto individual o con el colectivo, enfermedad crónica o cualquier otra situación que impide al sujeto vislumbrar un punto de esperanza o de superación. Con todo, no dejo de entender la decisión de estas personas como un elemento de cobardía y, sin lugar a duda, de egoísmo. Vivimos en red, en medio de la interacción de nuestros familiares o amigos; dependemos los unos de los otros de manera que el hecho de desaparecer definitivamente no es sino un acto de dejadez, de pensar que somos el centro de nuestra existencia sin importarnos lo más mínimo el vacío y el sentimiento de culpa que podemos dejar en nuestro entorno. Los datos recogidos en el informe citado así lo certifican.

Como indican los psicólogos que atienden el Teléfono de la Esperanza, la misma sociedad boicotea la resolución positiva de los posibles casos de suicidio con expresiones como “no te preocupes, ya pasará” o la sobreprotección en el caso de los más jóvenes. Debemos reaccionar como colectivo y visibilizar los casos existentes, para concienciarnos de la importancia de esta tendencia. Una formación integral, más humanizada y realista, donde cada uno de nosotros seamos conscientes que –aunque nuestra decisión sea la huida, bien sea momentánea a través del consumo de estupefacientes o de desapariciones puntuales, bien sea definitiva, a través del suicidio–, sin un sentido general del respeto al prójimo y a las personas con quien tenemos vínculos afectivos, no configuraremos una sociedad mejor. Cerrar los ojos nos impedirá ver la falsa autoficción de quien se considera dueño de su vida para ponerle fin.