Era de tez morena, de edad madura, de paso lento, taciturno. Se le veía persona cultivada, aunque de aparente gesto ceñudo. De ademán educado. Como antigua reliquia en las hoy casi olvidadas normas de urbanidad. Son otros tiempos, murmuré para mis adentros. No sabia que alguien estaba viendo sus reacciones y que escrutaba sus pasos. Era periodo de estío. Al atardecer. Muy pocas personaban osaban acercarse a la necrópolis munícipe pues la calor aun parecía hacer mella. No le importaba. Quería recorrer con parsimonia, con tranquilidad de ánimo, el camposanto de aquel pueblo vegabajeño. Pareciera que había estado ausente muchos años y volvía al terruño, donde había vivido años felices, y donde sus seres queridos, sus padres, sus abuelos y algún hermano, se habían marchado ya. En algún caso, precipitadamente. Cuando no era su hora. Maldita la suerte.

Abrió la cancela del panteón y estuvo en silencio, mudo, sentado en una silla que portaba un cierto polvillo fruto de hallarse cerrado durante un tiempo. Miraba fijamente las fotos de sus seres queridos. Se hallaba, absorto, repasando en su mente alguna de las vivencias que le habían acontecido.

Entretanto, algún convecino despistado pasaba por el frontal de la calle que ajaba el cementerio, mirando hacia el interior, esgrimiendo un saludo. En un momento determinado, el vecino, al reconocer a aquél hombre, se acercó y le saludó, “¡hombre, cuanto tiempo sin verle!, ¡cuánto me alegro! ¡Que es de su familia! Después de unas breves palabras afables y de cortesía, se despidió con un ¡bueno, seguimos, mucha suerte!. Aquel hombre le correspondió con la urbanidad que le caracterizaba. Sin embargo. en un momento determinado, tímidas lagrimas asomaban a sus ojos. Un pozo de tristeza le embargó. Era simplemente el paso del tiempo, que le había hecho tilín y no se había dado cuenta. Este le había alcanzado. Se repuso por un instante. Se irguió. De nuevo cerró la cancela y empezó lentamente a recorrer el cementerio. Se paraba frente a casi todas las lápidas con foto. Breve reflexión. Mirada fija, Conocía a muchos de los silentes. A otros no sabia de su ubicación en el lugar del reposo.

Proseguía su marcha con pasos muy lentos, romos, cansinos. De repente, se paró frente a una foto de una persona que parecía conocer. Se acercó, curioso, hasta aquella fotografía y toco el cristal con su ,mano, como queriendo expresar un sentimiento de tristeza y de solidaridad. ¡Dios mío, pero si es Antonio!- balbuceó hacia el exterior. Pareció derrumbarse. Había sido un amigo de su juventud. Un buen amigo. Una gran persona, por encima de otras muchas cosas. Con fruición miró el epitafio que yacía junto a la foto, y que – ¡oh, sorpresa!- decía algo así como “ Mire usted, con las cosas que hay que hacer y yo, aquí, perdiendo el tiempo. Lo siento! Nunca imaginó que el sentimiento trágico de la vida tuviera esquejes de comedia y de gran sentido del humor. Aquel hombre cambió el gesto triste que tenia y lo trocó en una leve sonrisa, mirando el cielo que le oteaba. Salió del cementerio y se marchó, con paso quedo. Seguía haciendo calor.

En verdad nunca supe cómo se llamaba aquel hombre. Nunca supe quien era. ¡Qué importa!. Era simplemente una buena persona. Antonio Gala nos dice que cuando estés enojado, nervioso y negativo simplemente practica el silencio. Sobran las palabras, sobran los ruidos.