Con la Agenda 2030 no solo hemos aprendido lo que nuestros políticos están dispuestas a hacer por nosotros, por nuestra nación (país me suena a BOE, y estado me suena a maternidad), que les va en el sueldo, sino, sobre todo, entender la admonición que Kennedy dirigió al pueblo estadounidense y que ahora resuena, con percusión wagneriana, en nuestra maltrecha autoestima: «qué estamos dispuestos a hacer nosotros por nuestra nación» (ya saben, país me suena a BOE, y…). Al tener los conceptos filosóficos clásicos en cuarentena heteropatriarcal, por machistas, y al no poder recurrir a ninguna autoridad intelectual con el suficiente fuste de pasar el caro fielato de lo políticamente correcto, de la revisión histórica que nos están imponiendo con fuego (la letra con sangre entra), corbata a corbata, memoria a memoria, censura a censura, multa a multa; al no tener esos faros que iluminaban al ser humano en las procelosas tormentas existenciales, solo queda cobijar nuestros miedos en la Agenda 2030 y otras verdades que, de no creerlas con fe franciscana (de Bergoglio), nos arrastrarán al infierno de Dante. Imaginen el horror: Virgilio, Dante, Miguel Ángel, Da Vinci, Rafael, la Capilla Sixtina, el Renacimiento…; solo de pensarlo dan ganas de tatuarse en la lengua el catecismo 2030 como antídoto de tanto mal.

Porque las agendas nunca son lo que parecen ni parecen lo que son. Dicho de otro modo para que todos lo entendamos: al reverso de las páginas sostenibles, transversales, ODS, alianzacivilizaciones y sororidad bajo las estrictas prescripciones woke de las agendas, se deslizan ciertas realidades que, como la diarrea, nos disgustan pero están; nunca nos acostaríamos con ellas por si nos quitan el sueño, como la halitosis bilduetarris, pero duermen en nuestra cama. Así, sin darnos cuenta, por el calendario de las balsámicas agendas se van filtrando dogmas, cánones, ideologías, órdenes, relatos, signos, revisiones históricas, modos y modas, metalenguajes, conceptos, reglas, miradas, censuras, inquisiciones, capirotes y prisiones que, pese a no advertirlas, acaban por parasitar nuestro flujo sanguíneo hasta colonizarlo completamente. Y con ellas llegan el susurro, el temor, el qué dirán, la inquisición, el ostracismo, la autocensura, la criminalización, el miedo, los tribunales populares, el adocenamiento, la delación, el exilio interior, la vergüenza, el apartheid, los adjetivos rotundos, la desescolarización intelectual y el terror. Cuando los síntomas son identificados solo hay una vacuna que cura esa enfermedad que afecta al orden social, familiar, ideológico y cultural: el gregarismo.

Una vez manifestada la dolencia, la profilaxis para cronificarla de por vida pasa por la obediencia ciega a quienes administran nuestra «salud», la renuncia a la creación individual, la preterición de la heterodoxia, la negación del derecho a disentir, la desaparición de la libertad de prensa, la negación del pensamiento, y la filantrópica abdicación de nuestras libertades. Al final de la terapia el enfermo llega creer mesiánicamente en la infalibilidad del poder. De ahí que cuando entras en la consulta del dogma, como en los campos de concentración nazis, nos recuerdan que fuera solo hace frío y perdición. Para los casos más rebeldes y obstinados el galeno sociopolítico, la voz de la conciencia dominante, el gran hermano, receta un rotundo fármaco que nunca falla: el internamiento en el sanatorio de la montaña mágica de Sísifo. Allí, con una enorme piedra sobre tu egoísta conciencia individual, sobre tus cada vez más escasas energías contestatarias y tus anhelos de libertad frente al mainstreem dominante, subes la empinada cuesta del arrepentimiento avergonzado, contrito, consciente del mal que has hecho a la sociedad. Así, día tras día, hasta que te miras en el espejo de la conciencia y ya no te reconoces. Entones puedes volver a la sociedad: la reeducación (cuanto de Mao Tse-Tung hay en esta distopía) ha obrado el milagro.

Solo en una sociedad enferma, insegura, gregarizada, puede darse que la concejalía de Juventud del Ayuntamiento de un pueblo de Cataluña regido por ERC organice una gincana en la que participaron niños, niñas y adultos de entre 12 y 30 años, con pruebas de tipo sexual donde se hacía una felación a un plátano untado de miel poniéndole con la boca el preservativo. O que Bildu -nombrada por Sánchez redactora oficial de la memoria democrática- se niegue a condenar las agresiones al hijo de Carlos Iturgaiz por pensar diferente, mientras dicen que en Vascongadas hay democracia y respeto por los derechos humanos. Solo así se entiende que Sánchez exija cumplir la ley de medidas energéticas porque en España se cumple la ley, y que sus socias políticas independentistas catalanas la incumplen desafiantes respecto a las clases en español a que obliga una sentencia judicial; o que ese mismo Gobierno y esas mismas socias se den la mano para desjudicializar la política secesionista. Solo así se entiende que todas ellas -independentistas, sediciosas, neocomunistas, proetarras, antisistema y extrema izquierda- sean las demócratas dignas de formar gobierno y receptoras de ingentes fondos públicos, mientras se llama provocadora, fascista y antidemócrata a quien pretende el cumplimiento de la ley y el respeto a la Constitución. Solo así se entiende que unas intelectuales como Irene Montero, Ione Belarra, Lilith Verstrynge, Celaá y otras pensadoras del siglo XXI d.C., prevalezcan sobre Sócrates, Platón o Aristóteles, rezumados machistas del siglo V a.C. Solo así se entiende que el ultrafeminismo, libre y cómodo en el mundo occidental, defienda que las mujeres musulmanas vayan cubiertas (para evitar la lascivia) alegando que lo hacen voluntariamente, que es símbolo de libertad, no de opresión, como en Afganistán. Si todo eso les parece un mal sueño, despierten; la elíptica piedra de Sísifo les está esperando, y la montaña mágica también. A más ver.