Se aproxima el comienzo del curso escolar. He propuesto en varias ocasiones en este mismo espacio que el inicio del año académico debería ser celebrado con una fiesta. Hay más motivos para ello que para festejar la llegada del Año Nuevo. En ese caso no hay más que un salto en el calendario, pero el comienzo del curso escolar conlleva un proyecto gigantesco, lleno de ilusión y de coraje, en el que las instituciones, los profesionales de la enseñanza, las familias y los alumnos y las alumnas, de forma colegiada, inician una aventura maravillosa de convivencia y aprendizaje. Es casi un milagro que, una vez más, la impresionante maquinaria escolar de un país, se ponga en marcha en todos sus ciclos y niveles.

Dice Michel Serres, filósofo e historiador de las ciencias, miembro de la Academia europea de Ciencias y Artes y de la Academia francesa: «Si usted tiene un pan y yo tengo un euro, y yo voy y le compro el pan, yo tendré un pan y usted un euro, y verá un equilibrio en ese intercambio, esto es, A tiene un euro y B tiene pan, y a la inversa, B tiene el pan y A el euro. Este es, pues, un equilibrio perfecto. Pero si usted tiene un soneto de Verlaine, o el teorema de Pitágoras, y yo no tengo nada, y usted me los enseña, al final de ese intercambio yo tendré el soneto y el teorema, pero usted los habrá conservado. En el primer caso, hay equilibrio. Eso es mercancía. En el segundo, hay crecimiento. Eso es cultura». Y yo añado: eso es educación.

Para realizar esta segunda operación hace falta la voluntad de la entrega y el gozo del aprendizaje. Se trata de una transacción mediada por el afecto. La persona que entrega el conocimiento lo hace libremente, con la alegría de compartir. La persona que lo recibe se enriquece de forma relevante.

Es lo que se avecina con la llegada del curso escolar. Al enseñar (no me olvido de que también los alumnos y las alumnas enseñan sin cesar al profesorado) se produce una interacción enriquecedora. Quien enseña no pierde aquello que ha enseñado. Es más, se enriquece con la satisfacción de que otros compartan con él la satisfacción y la alegría de saber.

En un mundo en el que el que tiene conocimiento tiene poder, el profesor es un profesional que comparte lo que sabe de forma generosa con sus alumnos y alumnas. Y también está dispuesto a aprender. En el año 2008 publiqué en Homo Sapiens un libro con este título: Enseñar o el oficio de aprender.

Este año voy a hacer hincapié, para dar la bienvenida al curso escolar, en el mundo de las emociones. Después de casi tres años de pandemia que nos ha hecho caminar sobre el hielo de la ausencia, deberíamos celebrar la alegría del encuentro. Ni siquiera vamos a tener oculta la sonrisa al prescindir en todo momento del uso de mascarilla. Nos vamos a reencontrar sin cortapisas. Nos vamos a mirar intensamente y nos vamos a ver mover los labios cuando hablamos. Pero, sobre todo, nos vamos a poder abrazar sabiendo que solo contagiamos el afecto y el respeto mutuo.

En el libro ¿Qué escuela para la postpandemia?, publicado por la Editorial Homo Sapiens (Rosario), he escrito un capítulo titulado «Una pantalla no es una escuela». Es cierto que la pantalla nos permite compartir la imagen y la palabra, pero es un muro que nos impide la vibración emocional de la presencia, el abrazo franco, la proximidad de la voz, el sonido de la risa, la intensidad de la mirada…

He leído en estos días un pequeño libro de un gran autor. Aunque no llevo la cuenta de forma exhaustiva, ha escrito más de trescientos libros, Y no hablo de gran autor por la cantidad sino por la calidad y profundidad de sus obras. Esta se titula Maestros somos todos, incluso los que no lo somos. Podría citar muchas de sus ideas. Para que el lector o la lectora tengan una idea de lo que habla, he elegido la siguiente frase: «Cuando se abre un aula con un buen maestro, la creación entera vuelve a latir». Estoy seguro de que en casi todas las aulas del mundo ocurre este pequeño y la vez enorme milagro.

Digo casi todas porque, lamentablemente, hay excepciones. Y lo lamento no solo por los alumnos y las alumnas de estos profesionales, sino por ellos mismos. Porque es muy distinto empezar el curso con una actitud entusiasta, apasionada y optimista que hacerlo con una actitud entristecida, fría, perezosa y pesimista. Me ha impresionado leer no hace mucho que a un profesor especialmente distante y frío le habían puesto los alumnos el mote de Escarcha. El profesor Escharcha. ¡Qué frío! Y, sobre todo, qué triste.

Los alumnos van añadiendo un año más a sus vidas y los profesores vamos descontando un año más de nuestra vida docente. El grupo de alumnos que nos corresponda seguirá teniendo los años que tenían los del curso anterior. Y así, hasta la jubilación, cuando nos separe una diferencia abismal.

Hace algunos años, el Director de un Colegio de Alicante me contó que, durante el verano, una madre le preguntó si ya se sabía quiénes iban a ser los tutores de los diferentes cursos. El director le dijo que sí y, como es lógico, la madre se interesó por el tutor que le había correspondido a su hijo. El Director concluyó su relato:

– Cuando la madre oyó el nombre del tutor que iba a tener su hijo, se echó a llorar.

Ojalá que seamos de aquellos docentes que, conocido el nombre por los padres, sea motivo de alegría y no de lágrimas.

Estamos tan acostumbrados a que este milagro del comienzo de curso suceda cada año de forma regular que no lo celebramos de la forma debida. No siempre es así. No en todas las partes del mundo. Ahora, en Ucrania, hay una guerra, que impide que ese proceso se produzca de forma tranquila. Miles de personas que se proponen una experiencia de aprendizaje feliz. En algunas ocasiones no empieza para todos. En Afganistán las niñas no pueden escolarizarse. Estoy leyendo un libro titulado La bibliotecaria de Auschwitz, escrito de forma autobiográfica por Dita Kraus. En la página 73 dice: «El 1 de septiembre de 1940 el curso arrancó como era habitual. Comenzó para todos los alumnos y estudiantes, pero no para mí, ni para ningún otro niño judío».

Aquí vamos a ser testigos y protagonistas de esta experiencia maravillosa. Ya sé que cuesta sacudirse la flojera de las vacaciones: hay que madrugar, hay que esforzarse, hay que asumir rutinas más exigentes…, pero juntos, para obrar ese prodigio de aprender, de descubrir y de mejorar el mundo.

Quiero desear a todos y a todas, protagonistas y testigos, un curso feliz. Esforzado y feliz. Teniendo en cuenta que no se va a tratar solo de una experiencia individual sino de una gran transformación colectiva y social. Un curso académico es un paso hacia el desarrollo democrático de un país. Al fin al del curso, no solo sabremos más sino que seremos mejores.

Por si alguien no la conoce quiero contar la hermosa historia, acaecida en la construcción de la catedral de Chartres. Un viandante se acercó a las obras y, después de saludar, le preguntó a un trabajador:

– ¿Qué está haciendo, señor?

– Ya lo ve, levantando esta horrible y pesada piedra, con este calor insoportable, con este sudor que hace que se me peguen las moscas a la piel…

A otro trabajador que está a su lado, le hace la misma pregunta. Y este responde:

– Pues ya lo ve, haciendo una pared, con este clima tan caluroso y estas piedras tan pesadas…

A un tercero que no está lejos de los dos anterores le hace la misma pregunta. Y este dice con alegría, orgullo y satisfacción:

– Yo estoy construyendo una catedral.

Están haciendo lo mismo, pero cada uno lo está viviendo de una manera, le está dando un sentido diferente. Uno maldice la tarea, otro la soporta y el terceo la disfruta dando un sentido a su trabajo.

Me cuesta estar fuera de este inmenso proyecto de transformación. No puedo estar en él como protagonista, pero estaré admirando, aplaudiendo y celebrando como testigo la llegada de esta nueva primavera del saber y del amor.

Quiero proponer a todos los participantes un lema que a mí me ha ayudado toda la vida: «Que mi escuela sea mejor porque yo estoy trabajando (estudiando, cocinando, limpiando, orientando, dirigiendo…) en ella». Feliz curso para cada uno y para la sociedad entera.