Pocas estampas hay tan carpetovetónicas como las que ofrece cualquier evento que incluya una suelta de vaquillas. Ver a esa pléyade de zangolotinos en estado asilvestrado, jugándose el tipo, provoca espasmos. Por no hablar del origen tribal de este tipo de espectáculos. El más machote es el que se atrevía a demostrar sus atributos.

El resultado no puede ser más desafortunado. La suelta de vaquillas corresponde a una sociedad por fortuna superada y desfasada. Retrata el reducto de un pasado que fue pero que hay que dejar atrás cuando antes mejor. No cabe aquí ampararse en la tradición, por muy ancestral que sea. Pocos reglamentos pueden casar con este ritual imposible. No se trata de reglamentar ni de poner paños calientes, sino de suprimir. Hay que poner el cascabel al gato. Y la pandemia hubiese sido un buen momento para plantear este cambio de etapa hacia una sociedad más cívica. Da la impresión de que solamente una serie de percances anuales son capaces de sentar a la mesa a los políticos para hablar sobre esta cuestión, cuando la sola existencia de este disparate, se llame como se llame en cada pueblo (bou embolat, etc.) es suficiente para amortizarlo.

No voy a meter en el mismo saco la fiesta de los toros. No cometeré el pecado de ese diario digital que con tanto sesgo se atrevió a titular que la tauromaquia muere en nuestro país porque la feria de Bilbao haya tenido poco público, a pesar de presencias tan poderosas como la de Roca Rey. Justo los mismos días que la feria de Málaga y otras agotaron las localidades. La fiesta de los toros no muere. Son las pseudofiestas taurinas las que hacen daño a la que realmente derrocha arte.