En la obra El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes puso en boca de su protagonista un consejo dirigido a Sancho Panza. Dicha recomendación puede resumirse en la siguiente frase: Pocas leyes, pero que sean buenas y se cumplan. En uno de los apartados de la novela, se puede leer literalmente en castellano antiguo: «No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen». Esta sugerencia literaria no parece ser observada en la actualidad, dado que vivimos tiempos de una vorágine normativa extrema, con discutible calidad legislativa y sin certeza alguna de efectividad y cumplimiento. Con gran frecuencia las normas dictadas contienen redacciones gramaticales discutibles, incoherencias internas y contradicciones con otras normas, en un «suma y sigue» de reglamentaciones cada vez más confusas y, lo que es peor, ineficaces.

El número de Poderes Públicos produciendo normas (un Gobierno y un Parlamento Estatales, diecisiete Gobiernos y Parlamentos Autonómicos, Instituciones de la Unión Europea…), así como la particular modalidad de reparto competencial que tenemos en España, convierten a nuestro ordenamiento jurídico en un laberinto en el que es normal perderse, por lo que resulta cada vez más habitual que el ciudadano dude acerca de qué norma está vigente y de qué consecuencias acarrea. Ello afecta a la seguridad jurídica, principio constitucional proclamado en el artículo 9.3 de nuestra Carta Magna y que, en teoría, asegura a la población un cierto nivel de certeza respecto de sus derechos y obligaciones, así como de las consecuencias jurídicas de la aplicación de tales normas.

De entrada, no todo problema social se soluciona aprobando una ley ni, por supuesto, las leyes sirven para imponer determinado sesgo ideológico a una concreta sociedad. Cuando se publican en el preceptivo Boletín Oficial y entran en vigor, no van acompañadas de una varita mágica que garantiza su cumplimiento ni el logro de los fines propuestos. Hace algunos años se aprobó una que imponía que el proceso de instrucción en los procedimientos judiciales penales no debía durar más de seis meses. Evidentemente, se convirtió en papel mojado y debió modificarse al poco tiempo para ampliar dicho plazo a doce meses, periodo que en muchos casos tampoco se cumple ya que, si no se dota de medios materiales y humanos a los juzgados ni se aumenta el número de jueces y fiscales, semejantes plazos constituyen meros “brindis al sol” que sirven únicamente para que algún político dé una rueda de prensa y pretenda colgarse la correspondiente medalla por una medida ilusoria de nula efectividad. Similares situaciones se producen cuando se habla de imponer una ratio por aula en el alumnado (siempre que la medida no aumente a su vez la cifra de docentes) o de aprobar una norma para reducir las listas de espera en la sanidad (si, al menos, se prescinde de invertir más fondos en personal sanitario e infraestructuras).

En definitiva, se elaboran demasiadas normas con mala calidad legislativa, dudosa eficacia práctica y discutible grado de cumplimiento y, a lo anterior, se añade otro problema, relativo a cómo se informa a los ciudadanos sobre el contenido de dichas normas. Los medios de comunicación poseen una enorme responsabilidad, puesto que en muchos casos se limitan a vender el discurso de la clase política sin realizar una mínima labor crítica para analizar hasta qué punto esas medidas anunciadas y trasladadas a la ciudadanía son ciertas y efectivas o, por el contrario, suponen un mero ejercicio de marketing que utiliza el BOE como herramienta de propaganda. Vivimos una época en la que buena parte de la ciudadanía no lee más allá del titular de las noticias, o pretender enterarse de los temas de actualidad mediante los limitados caracteres que componen un «tweet», de tal modo que se informa a base de eslóganes publicitarios, prescindiendo de una lectura más sosegada y, por consiguiente, asumiendo ideas que no siempre son del todo ciertas. Los problemas complejos no suelen poder explicarse en una frase, ni las políticas legislativas puestas en marcha para solucionarlos deben trasladarse a la población mediante discursos interesados.

Por ejemplo, la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual se ha difundido por la práctica totalidad de los medios de comunicación como la ley del «sólo sí es sí», entendiéndose así de forma generalizada que hasta ahora no se castigaban penalmente las prácticas sexuales sin consentimiento, noción manifiestamente errónea -producto de esa vulgarización y simplificación de la noticia- comunicada de manera simplona y por medio de un lenguaje de estilo partidista. Más allá de los aciertos y errores de dicha norma, el debate público generado en torno a ella evidencia un problema legislativo e informativo de hondo calado.

También hace apenas unos meses, con ocasión de la aprobación de la Ley Orgánica 6/2022, de 12 de julio, se trasladó desde los diversos medios informativos que, a partir de su entrada en vigor, los delitos de odio marcados por el «antigitanismo» serían castigados, cuando lo cierto es que nuestro Código Penal castigaba ya con anterioridad la comisión de delitos por motivos racistas, antisemitas o de otra clase, referentes a la ideología, religión o creencias de la víctima, etnia, raza o nación a la que perteneciera, sexo, orientación o identidad sexual, enfermedad que padeciera o discapacidad. Por tanto, esa reprochable conducta ya contaba previamente con un castigo agravado en nuestra legislación penal.

A modo de conclusión, convendría retomar el sabio consejo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha: Pocas leyes, de calidad y que se cumplan. Y, a ser posible, que la labor de información y difusión dirigida a la ciudadanía (que, al final, es la destinataria de esas normas) resulte más objetiva y rigurosa, libre de falsas etiquetas y eslóganes publicitarios que tiendan a disfrazar, maquillar, simplificar o distorsionar la realidad.