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Joaquín Rábago

Elogios un tanto cínicos

Mijail Gorbachov.

Sí, tienen algo de cínico algunos de los elogios fúnebres prodigados tras su fallecimiento la pasada semana a Mijaíl Gorbachov sobre todo al otro lado del Atlántico o los que le tributó el martes el Parlamento alemán.

Nadie puede negarle al último presidente de la Unión Soviética el mérito de haber posibilitado la unificación de Alemania, la liberación de los países europeos sometidos hasta entonces a Moscú y con ello, el fin de la Guerra Fría.

Gorbachov tuvo sin duda un papel decisivo en la reducción del abultado presupuesto militar del país y de su presencia militar en diversas regiones del entonces llamado Tercer Mundo, todo lo cual se había convertido un pesado lastre para la economía soviética.

Del mismo modo, ayudó a Estados Unidos en su lucha antiterrorista tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 al permitir por ejemplo a su aviación sobrevolar territorio soviético rumbo a Afganistán. Y facilitó la resolución de conflictos en África y Oriente Medio.

Ningún otro contribuyó más que él a impulsar las conversaciones sobre limitación de los arsenales nucleares, así como de los misiles de alcance medio en suelo europeo.

Pero ¿cómo se lo pagó Washington? El presidente Ronald Reagan, con quien tan bien parecía entenderse Gorbachov, pudo haber hecho sin lugar a dudas mucho más para ayudar al líder soviético a acometer la democratización de su inmenso país.

Tareas tan dificultosas como la de crear allí de una sociedad civil basada en la participación política y la apertura al mundo o lograr que las repúblicas que formaban en aquel momento la Unión Soviética aceptaran coexistir en el marco de un nuevo Estado democrático.

La Casa Blanca estaba, sin embargo, más interesada en debilitar la economía de la URSS e impedir su acercamiento a Europa occidental que en la idea de Gorbachov de construir “una casa común europea” que llegara desde Lisboa hasta Vladivostok.

Gorbachov no sólo no logró evitar la disolución de la URSS, sino que pecó de ingenuo por confiar en las seguridades que el secretario de Estado norteamericano James Baker les dio tanto a él como a su ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, de que la OTAN no se ampliaría hacia el Este.

Frente a esas promesas ¡ay! solo verbales, la Alianza Atlántica acogió a países antes integrados en el Pacto de Varsovia y quiso incluso abrirse a otros que, como Georgia o Ucrania, habían sido parte constituyente de la Unión Soviética y donde habían acabado imponiéndose las fuerzas nacionalistas.

La ilegalización por el presidente ruso Boris Yeltsin del Partido Comunista a raíz de la intentona de golpe de Estado protagonizado por algunos de sus miembros, insatisfechos con las reformas de Gorbachov, fue un duro golpe para éste, que seguía siendo su secretario general.

Tan duro como la disolución definitiva de la URSS, que Gorbachov había tratado hasta el último momento de evitar y que el actual presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha calificado como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”.

Desaparecido ya Gorbachov de la escena política, vinieron los años de Boris Yeltsin al frente de la Federación Rusa, las desastrosas privatizaciones de empresas, el reparto de los recursos naturales entre los oligarcas, la rampante corrupción y el incremento de la desigualdad y la pobreza.

Todo lo cual jamás pudo prever Gorbachov, pero que explica el surgimiento, tras el calamitoso Gobierno del dipsómano Yeltsin, de un autócrata ultranacionalista como el que hoy gobierna Rusia, un personaje en las antípodas del que fue el último presidente de la Unión Soviética.

¡Definitivamente, Washington y el conjunto de Occidente pudieron haber hecho mucho más por Mijaíl Gorbachov y la democracia en su país!

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