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Archivo - Sequía en una imagen de archivo Álex Zea - Europa Press - Archivo

Ningún espacio del territorio español es ajeno al riesgo natural de la sequía, si bien su frecuencia e intensidad son muy diferentes de unos a otros: los menos lluviosos son los más propensos y vulnerables. En la Península Ibérica los contrastes pluviométricos resultan muy acusados: las precipitaciones anuales medias más elevadas de la España Húmeda, que rondan los 3.000 mm, multiplican, con creces, por quince las menores de la España Seca (<200 mm). Obviamente, una reducción a la mitad del volumen medio en este segundo entorno origina una situación de extrema gravedad, mientras pasaría por año menos abundante, aunque se deje sentir, en el primero. También el número de días con precipitación difiere mucho de unos observatorios a otros: más de 180 en algunos del Cantábrico, a menos de 30 en el Sureste, entre los cabos Tiñoso y Gata. Es de recordar que el Sureste ha sido ámbito habitual de rogativas “pro pluvia” o “ad petendam pluviam”, para impetrar la lluvia que pusiera término a la sequía. A la hora de buscar una referencia numérica, absoluta o relativa, para definir la sequía, lo que resulta válido para un observatorio, no lo es para otro. La misma palabra comienza por ser polisémica, y lo es desde su origen: la etimología es latina, deudo el vocablo del verbo “sicco”, de múltiples acepciones, una de las cuales es “hacer un tiempo seco”, la voz “siccitas” significa sequía, pero también aridez, falta de humedad, sequedad; incluso la de estilo, empleada en este sentido por Cicerón. La Academia la define: “Tiempo seco de larga duración”; con dos afirmaciones por precisar, el concepto de tiempo seco y la amplitud de la duración, más compleja la caracterización del primero, puesto que se trata no solo de la ausencia de precipitaciones, sino asimismo de su insuficiencia. Cabría también entender la sequía meteorológica como una ausencia o disminución de precipitaciones en cuantía y duración suficientes como para ocasionar serias pérdidas y dificultades allí donde se sufre, incluso en el abastecimiento a poblaciones. Sin embargo, es de notar que este problema se halla muy condicionado por la existencia o carencia de infraestructuras: así, en una sequía de alcance ibérico intensa y prolongada, este desabastecimiento se dejará sentir en la fachada cantábrica, con restricciones en el suministro, pero no en las tierras del Sureste amparadas por la red de la Mancomunidad de los Canales del Taibilla. Recordemos lo que ha supuesto para la Marina Baja la Conducción Rabasa-Fenollar-Amadorio, articulada por el Consorcio de Aguas (1996); olvidadas, más alejadas ya en la memoria que en el tiempo, las restricciones de 1969 y la transferencia naval a Benidorm en el otoño de 1978. También la incidencia del incendio forestal es dispar: con sequía, acompañada incluso de elevadas temperaturas, la probabilidad de que ardan grandes extensiones es sustancialmente menor, a igualdad de condicionamientos físicos, en bosques ordenados, cuidados, limpios y vigilados. Sirvan estas breves consideraciones preliminares para indicar que el fenómeno natural de la sequía posee manifestaciones y percepciones distintas de unos territorios españoles a otros, tampoco las causas son idénticas.

Constituye error esencial, de origen francés, usual y muy arraigado, denominar, salvo secos y templados oceánicos, mediterráneos a los restantes climas de la Península Ibérica, confundiéndolos con los templados de verano seco, concepto de mayor extensión y menor comprensión; olvidando o desconociendo que el verano seco no es rasgo de mediterraneidad, sino de subtropicalidad; que la mayor parte de aquella comparte con otras regiones planetarias (California, Chile Central, la sudafricana de El Cabo y suroeste de Australia). En la Península Ibérica, los climas templados de verano seco incluyen, además de los mediterráneos, los de interior continentalizados y los de influencia atlántica. Los climas propiamente mediterráneos ocupan una franja costera y prelitoral en torno a este mar cuya anchura es considerablemente inferior al centenar de kilómetros; desde el litoral alicantino no es preciso acceder a la Meseta, basta alcanzar el Alto Vinalopó, para que la continentalización, con el endurecimiento del invierno, se haga bien patente. A los efectos que ahora interesan, las precipitaciones son de origen primordialmente atlántico en la mayor parte de la Península, mediterráneas en las fachadas oriental y suroriental. Al primer sector las aportan, casi en exclusiva, borrascas y perturbaciones atlánticas, en el seno de la circulación general del oeste, articuladas por la corriente en chorro templada; a diferencia, los vientos llovedores en el segundo son de componente este y procedencia mediterránea, levantes y gregales primordialmente, con irrupciones de aire frío en las troposferas media y superior. Los mecanismos pluviométricos no son idénticos -las perturbaciones atlánticas resultan poco activas y eficaces en el Sureste Ibérico-, también las sequías y los patrones de variabilidad de baja frecuencia son distintos.

De la susomentada dicotomía de las sequías hay constancia empírica, antigua y reciente, en el Sureste Ibérico: al describir Orihuela, Viciana (1564), transcribe el retruécano “Llueva o no llueva, trigo cogen en Orihuela”; hacía notar así que, aun con ausencia de precipitación, incluso en sequía, la cosecha cerealista de la Vega Baja, merced al riego con el caudal de base del Segura, de procedencia atlántica, podía llegar a buen término. La situación podía ser, en cambio, sumamente comprometida, desesperada, cuando a la sequía comarcana, de raigambre mediterránea, se superponía la hidrológica, de origen atlántico; así, como “año del hambre”, por antonomasia, se menciona en los anales de la cuenca del Segura 1801, cuando hacía casi un lustro que los campos no se sembraban por falta de lluvia; particularmente seco fue también 1815, en cuyo verano y otoño “se cruzaba a pie enjuto el Segura”. Tampoco faltan ejemplos, contrapuestos, en este siglo: el año hidrológico 2013-2014, extremadamente seco en la Depresión Prelitoral y espacios aledaños, fue lluvioso en la subcuenca superior del Segura, al punto que los volúmenes embalsados en Fuensanta y Cenajo excedían el 75% de su capacidad conjunta (647 hm3); a la inversa, a comienzos del año hidrológico 2016-2017, los reservorios que rebosaban eran los embalses de Guadalest y Amadorio, mientras otros españoles, habitualmente con elevadas reservas, carecían de ellas y se hallaban casi vacíos. Sin ir más allá en el tiempo, contraste de este signo, nada habitual, con inversión de disponibilidad hídrica, se ha producido, el año en curso, entre el reseco Sureste Ibérico y las tierras de la España Húmeda, que conocen inusuales limitaciones de uso y restricciones horarias, con suministro de camiones-cisterna e, incluso, transferencia naval (Bilbao-Bermeo).

A la hora de entender estas manifestaciones pluviométricas contrapuestas, resulta necesario recurrir a la consideración conjunta de dos patrones de teleconexión o patrones de variabilidad de baja frecuencia, que, en nuestro ámbito conciernen, por ejemplo, sectorialmente a la cuenca del Segura: la Oscilación del Atlántico Norte a la subcuenca superior y la Oscilación del Mediterráneo Occidental a la inferior; los acrónimos correspondientes son NAO (North Atlantic Oscillation) y WeMO (West Mediterranean Oscillation). La definición de cada uno de los susodichos patrones requiere un dipolo de presión atmosférica. Para la Oscilación del Atlántico Norte (NAO) lo configuran el Anticiclón de Azores y el Mínimo o Baja de Islandia, con datos barométricos normalizados siempre a nivel de mar; en consecuencia, el eje del dipolo es aproximadamente meridiano y cubre el Atlántico Norte que limita el Occidente europeo; así pues, ofrece una correlación satisfactoria con las precipitaciones ocasionadas en la cabecera del Segura por las borrascas atlánticas, responsables de su caudal de base. Medido el índice entre Azores (Ponta Delgada) e Islandia (Akureyri), un NAOi negativo traduce que las borrascas atlánticas tienen vía libre hacia la Península Ibérica; por el contrario, un valor positivo, indica la presencia de altas presiones fortalecidas y extensas, que bloquean el paso a las borrascas y las desvían a latitudes superiores, con tiempo en general seco y soleado sobre la Península. En consecuencia, una fase positiva prolongada de NAO, con tiempo anticiclónico y cielos despejados, motiva sequía.

En cambio, como señalara acertadamente Martín Vide, el anterior patrón apenas muestra correlación con la precipitación en la fachada suroriental de la Península, en las Vegas Media y Baja del Segura, por el papel esencial que en su pluviometría desempeñan los vientos llovedores de componente este. Ello condujo al referido geógrafo y climatólogo a acuñar y proponer, con excelente resultado, el concepto de Oscilación del Mediterráneo Occidental (WeMO). La diferencia de presiones para establecer el índice correspondiente (WeMOi) se calcula entre Cádiz-San Fernando y Padua: con el dipolo que configuran el Anticiclón de Azores y el área de bajas presiones del Golfo de Génova; se define la fase positiva de la WeMO, con vientos del oeste, ponientes, terrales en el Bajo Segura y ausencia de lluvia. A diferencia, con WeMOi negativo, resultante de bajas presiones en el Golfo de Cádiz y anticiclón europeo, el flujo es de componente este, o sea, los vientos húmedos y, en su caso, llovedores. Con fases positivas muy prolongadas de ambas oscilaciones, NAO y WeMO, el resultado es de sequía, como sucedió, para la Península Ibérica, en el período 1993-1996, con notoria preponderancia de ambas.

Por último, conviene tener bien presente que la sequía no constituye óbice para que, tras un verano urente, la elevada temperatura de las aguas mediterráneas, a favor de su calor específivo y la subsiguiente inercia térmica, incremente y prolongue el riesgo potencial de diluvios: durante casi todo el otoño la conjunción de los mecanismos de superficie (vientos llovedores de componente este) y altitud (vaguadas o algún tipo de DANA) podrían actualizar dicho riesgo potencial.

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