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Luis M. Alonso

Una larga comunión

El vehículo con el féretro de Isabel II, tras salir del castillo de Balmoral. Reuters

No había nacido para ser reina y, sin embargo, reinó durante siete décadas en medio del reconocimiento general. Isabel II de Inglaterra tuvo una larga vida de privilegios y de sacrificios, con un resultado que para sí quisieran otros jefes de Estado. A la inmensa mayoría de quienes le discutieron lo primero, partiendo del principio de que monarquía moderna es un oxímoron, los republicanos más testarudos, les sería prácticamente imposible no reconocer lo segundo. En el Reino Unido y en los países de su imperio declinante, más que en ningún otro lugar del mundo. Gracias a la falta de formalismos y a la sinceridad con que expresó el dolor personal que sentía en el momento peor de su reinado cuando aquel «annus horribilis», pudo comprobar cómo la oleada de sentimientos que inundó el país ponía de manifiesto la evidente necesidad de los británicos de unirse en una comunión sensiblemente reconocible, y de hacerlo como súbditos de una monarquía democrática. 

Hay quienes arguyen que para mantener la anacrónica realeza hereditaria en los tiempos actuales, lograr la estabilidad y el afecto, es necesario conjugar como es debido una combinación de pompa pública y discreción. De publicidad y misterio. En el caso de Isabel II ha ayudado, además, la inteligente comprensión de los principios de la monarquía constitucional que contiene el gran libro de Walter Bagehot, que define los derechos y el papel de un rey con respecto al Gobierno y al Parlamento: el derecho a ser consultado, el derecho a aconsejar y el derecho a advertir. Todo ello lo siguió con perspicacia y a rajatabla la mujer que no había nacido para ser reina y se convirtió en una de ellas, la más longeva, cuando se encontraba en Kenia, «subida a un árbol viendo a los rinocerontes bajar a la piscina a beber», como recordó el diplomático y escritor Harold Nicolson en sus ­diarios.

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