Una película que no tenía grandes pretensiones, un musical basado en las canciones de Hombres G, ha conseguido situarse en el quinto puesto de las películas españolas por recaudación en taquilla en 2022. Las aventuras de unos chavales en la Valladolid de 1989, unidos por su afición a este grupo, permiten a los espectadores revivir aquellos maravillosos años en los que se esperaba con entusiasmo un nuevo álbum de nuestro grupo favorito, las carpetas escolares lucían pegatinas musicales o se elegían los bares de copas en función de la música que sonaba en ellos.

¿Es posible una amistad similar, en torno a un mismo gusto musical, en la época de Spotify? Las tribus y bandas parecen un cuento grotesco en estos tiempos de autotune y dominio del espectáculo. Mods y rockers, góticos o punkies ya no tienen sentido en una cultura joven impregnada del modelo de la sociedad digital de consumo: música de usar y tirar, aluvión de novedades, letras sonrojantes, abismo generacional.

Sin embargo, no parece adecuado dejarse llevar de nuevo por la nostalgia. Las conversaciones caseras en torno a la superioridad de los Rolling Stones sobre Bud Bunny, o de Patty Smith sobre la estupenda Rosalía sólo conducen al desencanto. Sorprende un dato ofrecido por el crítico musical Ted Gioia (les recomiendo su libro titulado Cómo escuchar jazz) en la revista The Atlantic, en febrero de 2022: el mercado musical de los Estados Unidos está dominado (70%) por canciones y autores de hace 40 años.

Gioia entra en una tienda y suenan The Police. Acude un restaurante y escucha a Bob Dylan. Los empleados son jóvenes, pero dicen preferir esta música. Interpelados por el crítico, aprecian las armonías y las buenas letras de las canciones del pasado. Se pregunta entonces Gioia si no estará matando la música antigua a la nueva música de la actualidad. Si el mercado manda, podríamos llevarnos una sorpresa. Lo seguro se impone a lo creativo.

Los vínculos con los viejos cassettes o los revalorizados vinilos creaban una relación diferente con nuestros grupos favoritos. La propiedad física, los estantes llenos de discos, favorecían otro tipo de relaciones personales. El streaming ofrece un infinito de posibilidades, que, de tan inabarcable, nos acaba llevando a los lugares ya transitados en los 70 y 80. Una verdadera paradoja. El negocio vuelve a los conciertos y a los grandes referentes. Ante la (posible) promiscuidad musical, nos volvemos conservadores. Para meditar.