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Joaquín Rábago

Una monarquía con un pasado colonial por el que no ha pedido aún perdón

Carlos III recibe en Londres condolencias por la muerte de Isabel II. EFE

Para muchos en Occidente, la monarquía británica, con toda su tan vistosa como anacrónica pompa y ceremonia, es símbolo de estabilidad y democracia, pero hay una perspectiva distinta sobre el reinado de Isabel II que no se puede ni debe ignorar.

La familia real británica se ha esforzado siempre en abstraerse de la política y de la larga historia colonial y racista del país, pero es algo que no olvidan los millones de descendientes de quienes en África, Asia o el Caribe padecieron el colonialismo y sufren aún sus consecuencias.

La profesora de historia de la Universidad de Harvard Maya Jasanoff escribió en el diario The New York Times que la reina ahora fallecida ayudó a “ocultar una sangrienta historia en el proceso de descolonización cuyas proporciones y efectos están aún por analizar”.

Nadie puede de hecho negar que Gran Bretaña ha sido a lo largo de la historia una potencia imperialista que ha colonizado y explotado para su exclusivo beneficio a docenas de países y territorios en el antes llamado Tercer Mundo. Explotación que, no lo olvidemos, incluyó a la vecina Irlanda.

La monarquía británica se construyó sobre la piratería y la esclavitud. Ya en 1562, Isabel I, conocida como la Reina Virgen porque nunca se casó ni tuvo hijos, apoyó al navegante John Hawkins, corsario y comerciante de esclavos africanos, a los que luego vendía en el Caribe y Suramérica.

Al regresar a Inglaterra, gracias a los sustanciosos de ese comercio, fue honrado por Isabel I con el título de “caballero”. Hawkins fue ayudado en tan viles tareas por su primo segundo, el también corsario Francis Drake, muy conocido en España por sus expediciones militares contra nuestro país.

Dando un salto en el tiempo, justo es reconocer que la reina Isabel II, que ya no es Tudor sino Windsor, no ha sido responsable directa de la política colonialista de sus gobiernos y que incluso intentó ayudar discretamente a Suráfrica frente a la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, que seguía apoyando el apartheid de ese país.

Pero la Corona británica ha sabido resistirse hasta ahora a las reclamaciones por el comercio de esclavos que presentaron a Londres dos naciones del Caribe hoy independientes, aunque miembros de la Commonwealth: Barbados y Jamaica.

En el continente negro, Gran Bretaña ocupó una vasta región de su parte oriental y la declaró protectorado para explotar así sus riquezas minerales mientras combatía con ferocidad a la población nativa que se rebelaba.

Hubo de hecho numerosas revueltas, por ejemplo, en Kenia, como la de Giriama, la de las mujeres de Muranga contra el trabajo forzado, y el primero de los quince jefes de Gobierno del largo reinado de Isabel II, Winston Churchill, hizo entonces un llamamiento a reprimir a los rebeldes.

En 1952, el mismo año en el que fue nombrada reina por fallecimiento de su padre, la administración colonial británica declaró en Kenia el estado de emergencia y estableció un vasto y cruel sistema de campos de internamiento.

No sólo se reprimió y torturó a los rebeldes de la sociedad secreta Mau Mau, que llevó a cabo una larga guerra de guerrillas contra el ocupante, sino que todos los nativos sufrieron la humillación de tener que llevar siempre consigo un pasaporte interno para poder desplazarse dentro de su propio país.

Queda por ver si el sucesor de Isabel II “por la gracia de Dios”, según reza su proclamación, tendrá más sensibilidad para las injusticias cometidas y pedirá perdón por el pasado colonial como han hecho ya, aunque siempre con la boca pequeña, otros jefes de Estado por el de sus países.

Ya en cierta ocasión, cuando era aún príncipe de Gales, el hoy Carlos III reconoció públicamente “la horripilante atrocidad” que representó el comercio de esclavos. Una atrocidad cuyas consecuencias para los países que la sufrieron en propia carne perdurarán todavía mucho tiempo.

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