Esto de las lenguas vernáculas, sacado del ámbito de la racionalidad y de pretensiones con futuro imposible, conduce a situaciones que entrañan desigualdad de trato y, en este sentido, privilegios para aquellos que con tanto ímpetu defienden sus aspiraciones.

El despido, aunque sea indirecto, de una profesora de trompa valenciana, con casi cuarenta años de experiencia y valenciano parlante, por no haber superado el examen que acredita el conocimiento académico de la lengua propia de estos lares, nos pone delante de un problema político, pero que debería ser resuelto desde la comprensión de la exigencia, pero también desde la necesaria moderación de lo que produce resultados que no se analizan con la prudencia necesaria. Y que pueden generar consecuencias imprevistas, pero lógicas.

Una señora, la despedida, que habla perfectamente valenciano, con sus alumnos y en la calle, es expulsada por no someterse a un examen preceptivo, pero que ella misma, contra la norma, quiso ignorar frente a quienes, en sus mismas condiciones, han hecho los deberes legalmente establecidos. Allá cada cual, pero la ley, guste o no, se cumple y quien no lo hace ha de ser responsable de sus decisiones. Máxime cuando, con razón, la ley exige un dominio del valenciano que no es compatible con el analfabetismo de quien solo lo habla, pero no lo lee o escribe. Porque eso es analfabetismo, aunque no se denominar así por la contundencia del término. La pretensión de la ley es que los funcionarios alcancen un conocimiento pleno del idioma, hablado y escrito; de ahí que el examen sea obligatorio y el estudio, presupuesto obligado.

Se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo. Pero la norma no es ilógica o irracional si lo pretendido es que el valenciano se equipare en valor y conocimiento al castellano.

Sucede, sin embargo, que el empeño en imponer oficialmente lo que no puede ser impuesto sin valorar todas sus vertientes, lleva a situaciones perversas cuando una pretensión que no es ilegítima, excede de lo razonable y juega con fuego si se aplica la reciprocidad. Las consecuencias de la política de inmersión pueden ser perjudiciales para los afectados si se aplican los mismos requisitos en aquellos lugares en los que es el castellano la única lengua usada. Las reivindicaciones de quienes defienden sus lenguas cooficiales han de ser cohonestadas, por coherencia, en una nación, la española, en la que todos, tenemos derecho a la libertad de movimientos en igualdad de condiciones.

Cuando se convocan plazas públicas en esta tierra, solo pueden acceder a ella los que dominan el valenciano y hayan aprobado el examen oficial, previo curso al efecto. Nadie de fuera, salvo quienes tienen en común el catalán en sus distintas acepciones, podrá concursar o conseguir hacer realidad sus aspiraciones. Pero si se convoca una plaza en Madrid, Córdoba o Murcia, que está al lado, todos los españoles pueden presentarse a ella sin requisitos similares a los aquí establecidos, incluidos los que imponen el valenciano como dogma y que no tienen inconveniente en hablar castellano si lo exige el guion. Una discriminación tan evidente, como necesariamente llamada a ser remediada. Y la solución no es fácil, pero sí obligada en el marco de la reciprocidad entre regiones.

A los que hablan una lengua regional no se les exige un examen en lengua castellana, ya que se presume que la hablan y escriben. Esa presunción de conocimiento del castellano se basa en la condición de español y en el convencimiento de que se habrá estudiado, su gramática incluida, durante, al menos, la enseñanza obligatoria. Y ahí está el error que debe subsanarse para equiparar los requisitos nacionales y autonómicos, no incurrir en discriminación y exigir las debidas consecuencias a quienes defienden los métodos de inmersión lingüística que se imponen en ciertos territorios autonómicos. Porque, merced a comportamientos que reducen considerablemente la enseñanza en castellano o la eliminan, su uso se reduce a la calle o a una asignatura, idéntica a la que se cursa en aquellos lugares de doble lengua de la cooficial y propia y que no se considera suficiente. De este modo, los alumnos corren el riesgo de ser analfabetos en castellano, lengua que hablan, pero que no leen o escriben correctamente. De aplicarse, pues, la regla de que la lengua ha de ser dominada en su forma hablada y escrita, los alumnos de lugares en los que el castellano ha sido desplazado de la enseñanza oficial, pueden convertirse en analfabetos en la lengua común del Estado.

Compartiendo como comparto, pues, la preocupación de evitar analfabetos funcionales, parece llegado el momento de exigir un examen de castellano a quienes provengan de territorios en los que la educación no se imparte en dicha lengua. La racionalidad de una medida impone que sea adoptada con carácter general cuando se dan las mismas condiciones.

Podrían, pues, las comunidades que solo tienen el castellano como lengua, comenzar a exigir el mismo tipo de pruebas a aquellos que provengan de lugares en los que coexisten dos idiomas y en los que la educación se imparte exclusiva o básicamente en la lengua vernácula.

Tal medida, que se sustenta en las mismas razones que esgrimen los defensores de la preeminencia de su lengua particular, evitaría discriminaciones y permitiría a todo español equilibrar sus posibilidades respecto de quienes, hoy, tienen una posición de cierto privilegio, discriminatoria y basada en los efectos de una política extrema que produce consecuencias que deben ser remediadas por el bien de todos.