No es la primera vez que me he tomado la licencia de advertirles a ustedes dos sobre la peligrosa e irreversible deriva que los países democráticos están sufriendo respecto a sus principios y valores programáticos, a sus derechos y libertades que como sociedades se otorgaron y que como individuos todavía disfrutan. Y esa advertencia tampoco será la última dado el exponencial avance del deterioro que están padeciendo las democracias en lo que a derechos y libertades se trata, el evidente cambio climático que ya afecta, de hecho y de derecho, a las normas y valores consagrado en el código genético contenido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si alguien o algún partido político defiende -sin que se le caiga el pelo de la vergüenza a mechones- que el respeto por los derechos humanos se ampara igual en Suecia que en Rusia, en Alemania que en Corea del Norte, en Canadá que en China; si alguien o algún partido político sostiene -sin que la dignidad ética le condene al infierno- que los derechos de la mujer se garantizan igual en Holanda que en Egipto, en Italia que en Irán, en España que en Marruecos (¿con excepción de María Antonia Trujillo?, exministra de Vivienda del PSOE, embelesada de Marruecos y quizá de su régimen, país donde vive en un espléndido piso muy distinto a los “minipisos” de 30 metros cuadrados que inventó en España); si alguien o algún partido político es capaz de proclamar -sin que se le abra el alma de la malversación no indultable- que prefiere ser juzgada en Arabia Saudí que en Noruega, en Pakistán que en Francia, en Cuba que en Austria, es que, efectivamente, la suicida deriva que los países democráticos está sufriendo es irreversible.

En el mundo que nos espera -aunque muchos no lleguemos a verlo en su siniestra plenitud-, los jueces y tribunales ya no serán una garantía para los derechos ciudadanos ni un dique contra el abuso del poder, sino un apéndice del estado y sus socios dirigido a reprimir, bajo apariencia de legalidad judicial, los derechos y libertades. En el mundo que nos espera -aunque muchos tengamos para entonces la fortuna de viajar en la barca de Caronte-, el derecho al voto, el poder legislativo, la libertad de partidos políticos y la diversidad ideológica, se reducirán a un obsceno simulacro donde el ciudadano depositará el único voto permitido, al único representante designado del único partido autorizado. En el mundo que nos espera -aunque algunos ya estemos socráticamente dialogando con Platón en su cueva machista, los medios de comunicación, los periodistas y la libertad de prensa -lubricada por el dinero del estado- estará sometida a las directrices de la comisaría de la verdad, vano recuerdo de tiempos que no volverán. En el mundo que nos espera -aunque algunos nos encontremos en el sanatorio de la montaña mágica de Mann esperando una lobotomía que nos libere de la realidad-, un hombre agredirá a una mujer, cambiará de sexo, no podrá ser acusado de violencia contra la mujer, lo recluirán en la cárcel de mujeres y, cuando su auténtica libido y sus obvios atributos sexuales lo requieran, volverá a violar a las compañeras de celda. En el mundo que nos espera, en fin, cuando por la noche llamen a la puerta no será el lechero, sino la policía de la moralidad pública que, en nombre de las minorías identitarias, procederá a interrogarnos sobre lo que estábamos soñando.

Trasladadas estas brutales reflexiones al ámbito de España, verán que la ecuación es igual de inquietante. Ya hemos tenido regulada, restringida y prohibida nuestra libertad de movimientos a costa de una pandemia que las autoridades públicas no solo negaron, sino que no controlaron autorizando manifestaciones ideológicas a despecho de la salud. Hemos visto las resoluciones del Tribunal Constitucional tumbando unas cuantas medidas tomadas por el Gobierno con la excusa del Covid-19 por anticonstitucionales, al tiempo que el ágora de la representación ciudadana, el Parlamento, se cerraba. Y estamos padeciendo que el mismo Gobierno que exige numantinos sacrificios a la población flagela a sus súbditos con más impuestos, más ideología identitaria, más acoso a la independencia judicial, más restricciones de derechos, más inflación y una deuda pública cercana al billón y medio de euros, más que todo el PIB. Pero sigue dilapidando 60.000 millones en gastos político-ideológicos prescindibles.

En ese mundo que nos espera será normal que una mujer muera en Irán a manos de la Policía de la Moralidad (aquí se llamará de la Verdad), por llevar mal puesto el dictatorial velo islámico. Las mujeres iraníes, en una respuesta que deja a nuestro feminismo caviar con la “identidad” al descubierto, quemaron velos y reivindicaron la abolición de esa norma discriminatoria para la mujer pese a que muchas feministas españolas y europeas, hipócritamente cobardes, mantengan que el velo lo llevan las mujeres musulmanas voluntariamente, como seña de identidad cultural, aunque tengan 10 años. ¿Han visto manifestaciones de protesta de Irene Montero? Yo tampoco. Irene estaría leyendo (un oxímoron, lo sé) “El segundo sexo” de Simone de Beauvoir para que en el mundo que nos espera “les niñes” puedan tener relaciones sexuales con quien quieran. Parte de la izquierda y toda la extrema izquierda, del comunismo y el neocomunismo, una vez que la dialéctica del proletariado, el paraíso comunista y la lucha de clases se fue por las cloacas de la vergüenza, se han apropiado de las identidades para subsistir. Ahora son tutores ecológicos (el comunismo perpetró, y sigue haciéndolo, las mayores catástrofes medioambientales de la historia); paladines de minorías vulnerables (vean cómo defienden Rusia, China, Irán o Egipto los derechos de la mujer y colectivos LGTBI); y accionistas multiculturales de una religión medieval que en algunos países asesina a la mujer por llevar mal colocado el velo. ¿Cuándo llevarán el velo nuestras feministas? Muy fácil: en el cercano mundo que les espera. Y no habrá marcha atrás. A más ver.