El populismo consiste, básicamente, en ofrecer lo que se sabe que es imposible y, ante la evidencia de su conocido fracaso, culpar a alguien de lo que se sabía de antemano irrealizable. Un engaño sin atenuante alguna con una finalidad intrínseca a esa forma de hacer política: la búsqueda de adversarios convertidos en enemigos y la creación de una conciencia de rencor u odio hacia los responsables declarados. Esa idea, la del rechazo irracional es la que constituye el éxito de los populismos a lo largo de la historia.

Nunca las revoluciones triunfaron por sus objetivos, por la utopía que vendían. Une más el odio a los atacados, cuya destrucción se hace equivalente a un éxito medido en términos de poner fin al sistema establecido.

No aprendemos la lección. La democracia es fuerte. Pero no es indemne a la perversión de sus bases esenciales, que son el respeto, la tolerancia y el control de los gobernantes, que exige siempre de un autocontrol derivado del convencimiento firme en los principios del sistema constitucional.

Destacan en este ámbito de la persuasión, que se aprovecha de la buena fe y de la ignorancia, cuando no de la necesidad o de sentimientos predispuestos hacia los señalados como perversos culpables de todo mal, las propuestas inútiles y limitadas en su eficacia, pero poderosas como arma al basarse en la irracionalidad y en los instintos primarios.

España ha entrado en plena campaña electoral muy confrontada y en riesgo de acentuar esa división creada que promete ir a más. Esa situación es el terreno propicio para el populismo más rudimentario. Y no hay día en el que alguien no proponga una actuación recubierta de bondades aparentes y que, de común, favorece a unos en contra de otros. Objetivos ineficaces y enemigos señalados. Cumplimiento perfecto de la estrategia del populismo. Lo que cada día nos ofrecen los partidos no es fruto de la reflexión, de la posibilidad o certeza de lo ofertado y el interés general, sino el resultado de una estrategia de división, de identificación del bien contra el mal. Los ricos, los propietarios, los inmigrantes, los nacionalistas, los españoles etc…enemigos culpables que merecen el castigo y cuyo silenciamiento es el presupuesto para la consecución del objetivo loable que se promete.

Nadie desarrolla y argumenta la eficacia de sus promesas, nadie habla en positivo desarrollando las razones que les llevan a ofrecerlas. Eso carece de sentido cuando la finalidad perseguida es afianzar la fidelidad de votantes a los que se presume no aptos para otra cosa que recibir mensajes cortos, consignas simples y cargadas de miseria humana.

Los nacionalistas son atacados por serlo; los españoles, culpados de ser responsables de una unidad que asemejan a la opresión; la derecha es franquista; la izquierda es social comunista; los inmigrantes, peligrosos delincuentes por razón de raza; la policía, símbolo de la represión estatal; los ricos, presuntos ladrones del común. Una suma de desvaríos impropios de una sociedad democrática que hemos hecho nuestra al compás de una política amparada en las estrategias que siguieron los más crueles dictadores, de un lado y de otro. Ver populismo en unos y no en los otros, es ceguera o fanatismo irracional.

Una crisis como la que estamos viviendo exigiría que los grandes partidos aplazaran sus cuitas y ambiciones inmediatas y trabajaran en común por el bien de la sociedad a la que dicen representar. Abandonar las trincheras y la pugna suicida, la pelea desleal por un voto conseguido sobre cimientos destruidos, los de la convivencia pacífica, el respeto y la responsabilidad más elemental.

No es fácil afrontar la situación y ni el PSOE, ni el PP tienen la varita mágica. Ni uno se equivoca siempre o improvisa con alegría como se dice, ni el otro tiene en su mano la solución inmediata y perfecta. Creer eso es errar con conciencia o con ausencia de racionalidad, ser un ingenuo o hacer caído en las redes de cierta servidumbre a quienes tienen como obligación servir, no ser servidos.

La plena entrega a los que consideramos nuestros y el absoluto rechazo al adversario, al que nada se perdona y todo se imputa, es impropio de la racionalidad más elemental, tal vez fruto de una política que precisa de súbditos, no de ciudadanos.

Somos los españoles en general, por tanto, los que hemos de resistirnos a esta deriva y exigir un cambio en la política, porque si nos dejamos arrastrar por las formas de la nueva política las calles pueden convertirse en un campo de batalla. Y son los medios de comunicación los que deberían, aun a costa de ceder en sus beneficios inmediatos, resistirse a este juego. No van a ser los partidos los que siembren la concordia; sus tácticas no distan mucho de las que siempre condujeron a la demolición de la democracia.

La extrema derecha y la extrema izquierda florecen en este ambiente perverso. Volver a la centralidad es el único medio de mantenimiento de un sistema que, con sus defectos, ha sido el más avanzado de la historia. Si no lo cuidamos el futuro se presentará de forma no muy diferente a como fue el pasado. No conservamos la memoria como es debido y queremos que, con las mismas conductas, resulte un resultado distinto. Hasta queremos cambiar el curso de la historia creando un final diferente al que fue.