Imagínense ustedes la ingente cantidad de obras cinematográficas, literarias o musicales que pretendían reproducirse en España allá por los años sesenta. Las había extranjeras, sobre todo de Hollywood, pero también elaboradas por autores patrios, ya fuese en otros países, como las películas mexicanas de Luis Buñuel, o dentro del territorio nacional, como las comedias de Pedro Lazaga. Lo mismo ocurría con los libros o con la música.

El proceso para lograrlo, sin embargo, no era nada fácil. Además de los habituales trámites burocráticos, algunos de los cuales perviven en la actualidad, era necesario pasar el examen minucioso a que te sometía la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, integrada en el Ministerio de Información y Turismo.

Allí, bolígrafo en mano y cigarrillo a medio consumir, trabajaban los censores bajo la luz tenue de una lamparita de mesa. Y allí leían y releían los guiones de las películas, los textos literarios y las letras de las canciones que las secretarias amontonaban sobre sus escritorios.

Cuando Serrat compuso su canción “Fiesta”, hubo alguien a quien no le gustó nada que los protagonistas de su breve historia “magrearan” a las muchachas, de modo que le comunicaron lo impropio de este verbo y le exhortaron a cambiarlo. Joan Manuel no pudo negarse. Lo sustituyó por “abrazar”. Un cambio, sin duda, más acorde con la moral pública. Algo similar le ocurrió con “Muchacha típica”. Aunque, en este caso, la censura eliminó una estrofa entera. Aquella que hablaba de la madre autárquica, del padre monárquico y de las lágrimas derramadas cada 14 de abril casualmente con la mirada puesta en las costas de Estoril.

Los censores, por tanto, estaban en todo. Su trabajo era minucioso. Escudriñaban letras y párrafos para tratar de encontrar lo que, a veces, ni siquiera existía. Una supuesta intención oculta y plasmada a modo de acróstico con la finalidad de revolucionar a los pacíficos españoles.

Pero, de vez en cuando, el cansancio hacía mella en su cotidiano proceder. Y esto fue lo que ocurrió cuando les tocó el turno de examinar la obra de Frank Capra y, en concreto, su película de 1961 “Pocketful of miracles” (en español, “Un gángster para un milagro”).

Como muchos recordarán, Bette Davis interpretaba el papel de una mendiga apodada “Annie manzanas”, que vendía esta fruta a los transeúntes que paseaban por las calles de Nueva York en los años coetáneos y posteriores a la Ley Seca, es decir, finales de los años veinte y principios de los treinta del siglo pasado. Annie tenía una hija, que desde pequeña residía en Europa. Un día recibe una carta de ella diciéndole que se ha prometido con el hijo de un conde y que, pronto, la visitarán en los Estados Unidos. Obviamente Annie entra en crisis, pues no puede mostrar a su hija y al señor conde que, en verdad, ni tiene dinero ni goza de una buena posición social.

Es aquí donde entra en juego el gángster Dave “el dandy” (Glenn Ford), el cual, curiosamente, conoce muy bien a Annie porque sus manzanas siempre le han dado suerte en los negocios. En un primer momento se resiste a ayudarla, pero luego, presionado por su novia Queenie (Hope Lange), idea un plan para convertir a Annie en una auténtica señora. Le consigue una lujosa habitación de hotel, le sufraga un cambio de vestuario y de apariencia y hasta le encuentra un ficticio marido que se hace llamar “el juez” (Thomas Mitchell).

Se trata de una bonita historia. Una comedia al más puro estilo de Frank Capra que, como suele ocurrir en sus películas, trasciende de este género para adentrarse en el complejo terreno de los sentimientos. Capra alecciona al espectador y le muestra, como mucho antes lo hizo en “¡Qué bello es vivir!”, que lo realmente importante es ayudar al prójimo aun sin recibir nada a cambio.

Lo curioso es que, si vemos la versión doblada al español, la hija de Annie reside en Italia y el conde, por tanto, es italiano. Pero, en un momento fugaz, en la escena en la que el cónsul italiano desciende de su vehículo, vemos lo que claramente es una bandera republicana española situada junto a una estadounidense.

¿Por qué? Se preguntarán algunos. Muy sencillo. En la versión original, el conde no es italiano, sino español. Y durante toda la película, cada vez que se habla del país en el que vive la hija de Annie, se utiliza la expresión “República española”, pues, aunque la película es de principios de los sesenta, está ambientada en los años treinta, cuando España era una república y su bandera, la tricolor.

Hablar de República durante la dictadura de Franco no era lo más apropiado, de modo que, a los censores, en un alarde de originalidad, no se les ocurrió otra cosa que cambiar el país. España por Italia. Y todo encajaba hasta que, por un descuido, se olvidaron de cortar la imagen en la que ondea triunfante la bandera republicana.

Pocos lograron vencer a la censura. A ellos les dedico mi profundo reconocimiento y admiración. Y hoy, como no podía ser de otra manera, quiero honrar a uno de ellos, al director de cine ítalo-americano, ganador de tres premios Óscar, Francesco Rosario Capra, Frank Capra, que colocó una bandera tricolor en las proyecciones cinematográficas de El Pardo.

Donde quiera que estés, ¡a tu salud, Frank!