Las personas humildes no queremos ser más que nadie. Pero tampoco menos. Del mismo modo, consideramos que es de justicia que las ciudades que habitamos cuenten con los mismos servicios que las demás, en correlación con los criterios de población. He sido testigo en primera fila durante las tres últimas décadas de cómo ha cambiado San Sebastián, a la par que he sufrido la parálisis en la que se halla sumida Alicante.

Viví el Festival de Cine durante una década antes del Kursaal, sin el que ahora no se entendería el evento. Fui testigo de la conversión de los bajos del Ayuntamiento en excelsa Biblioteca Municipal, en la que si fuese donostiarra me reservaría un butacón con mi nombre.

Pero lo que más me ha impresionado ha sido la reconversión de la antigua fábrica de tabaco en el nuevo Centro de Arte Contemporáneo Tabakalera: un contenedor inmenso capaz de acoger una Filmoteca, una Escuela de Cine que lleva el nombre de Elías Querejeta, salas de exposiciones del tamaño de las del Guggenheim, y un Medialab gigante. Si las dimensiones físicas son impresionantes, el dinero que inyectan las instituciones vascas al centro cultural es todavía mayor: algo más de 5 millones de euros anuales, repartidos a partes iguales entre el Ayuntamiento, la Diputación Foral y el Gobierno Vasco.

Tabakalera se inauguró en 2015, y mira cara a cara a sus homónimos de Berlín, París, Roma y Estados Unidos. No digo nada de nuestras Cigarreras. Igual que entre la catedral de Burgos y Nuestra Señora de Gracia de la Montañeta no cabe decir nada. Lo importante es que los políticos valencianos y alicantinos, y los asesores que escriben sus discursos, conozcan el escandaloso agravio (San Sebastián y Guipúzcoa cuentan con menos de la mitad de la población de Alicante), se involucren en el caso, y obren en consecuencia.