España es un desmadre en el que cohabitan el ingenio escaso, la improvisación y cierta desfachatez en la pose y la palabra. Un lugar en el que las verdades duran un suspiro. Un día bajar impuestos es un ataque feroz que traerá consigo la destrucción del estado del bienestar; al otro, la expresión plena de la justicia redistributiva. Pero eso sí, dependiendo de los territorios y su gobierno o de los cálculos electorales de cada cual. En dos días se pasa de denostar la regla a abrazarla con entusiasmo maniqueo. Verdad contra mentira, bondad contra maldad. Todo es veloz, como corresponde al vacío ético de una política desnuda de ideales o arrendados a las encuestas.

Siendo como son los impuestos una forma de redistribuir la riqueza, convertirlos en instrumento para combatir al adversario priva al discurso de todo elemento virtuoso. La política es más una guerra entre siglas, propia de filibusteros y mediocres, que el ejercicio digno de un arte dirigido a colmar el bien común. El BOE se ha convertido en un arma peligrosa. Por mucho que los entusiastas de cada bando se empeñen, más es jugar a ver quién la tiene más grande, que velar por el interés general. Sostener grandes discursos ante el bochorno generalizado exige mucha ingenuidad o excesiva fidelidad.

La ciudadanía, aunque crean los artífices del esperpento que les aplaude, calla y aguanta, más sorprendida que hastiada, pues la capacidad de asombro ha alcanzado niveles inimaginables. Al mal tiempo buena cara y a asumir, los que no reclaman subvenciones selectivas, que cada cual ha de forjar su propio destino sin esperar que vengan a remediarlo o a darle otra cosa que migajas hasta que depositen su voto.

Todos deseamos, a la vista del caos, quedarnos al menos como estamos ante el negro futuro que se cierne sobre nosotros y las futuras generaciones, endeudadas hasta la vejez. Vista la extrema velocidad de las respuestas palaciegas y el escaso sentido del ridículo, muchos esperan que no hagan nada, que se queden tranquilos cobrando y, si no pueden ceder a sus ímpetus arrebatadores, que al menos se limiten a hacer cartelones y dar consejos que, por supuesto, nadie sigue, pero que alimentan el chiste y el alborozo.

Que en tres días se presenten reformas fiscales, escasamente meditadas como corresponde a cosa tan seria en momentos de tribulación, basta por sí solo para demostrar que esto no va de justicia social o de abandono de los menos favorecidos, sino de populismo. Tú haces, yo te respondo. Tú pones, yo te quito. Lo de menos es el efecto real de las modificaciones. Negarlo, cuando ni siquiera los propios se someten a las estrategias que anticipan su paro, es creer en cuentos de hadas, por supuesto inclusivos. La fe ciega en lo inmediato y provisional es síntoma de la alienación partidista que nos envuelve.

Lo de la extrema derecha y el llanto y lamento de tantos es uno más de los espectáculos ofrecidos en un sinfín de representaciones que nos anuncian el apocalipsis. Todo efecto tiene una causa y cuando un extremo se enseñorea y pretende adueñarse de hombres y haciendas por decreto, la respuesta suele ser la lógica de la reacción de quien no quiere someterse a la reeducación colectiva.

Es inevitable lo que Europa está experimentando. Se veía venir y solo nos podemos salvar de los extremos renunciando a todos ellos, no solo a unos contra otros. No hay extremos buenos y malos. Son todos extremos y aprovecharse de ellos para asegurar el presente es sembrar el futuro ya anunciado. Pensar que la izquierda radical es normal y la derecha radical, un drama, es solo voluntarismo que, como estamos viendo, culmina en un cambio profundo de dirección. No vale quejarse de lo que es efecto sin remediar la causa. Y esto vale para todos, hoy y mañana.

El PSOE parece empezar a despertar del letargo y presentir un futuro oscuro de permanecer prietas las filas. Está en la calle que un año es un mundo cuando el líder ha perdido su autoridad moral ante la sociedad. No va aguantar un presidente con una crisis económica profunda y ofreciendo prebendas selectivas a selectos escogidos, pocos frente a los millones un tanto abandonados. No vale atacar a las grandes empresas en un discurso cuyo efecto no se percibe en el bolsillo de la gran mayoría. En España, el 99,8 % de las empresas son pequeñas y medianas y emplean a casi el 80% de los trabajadores. Que graven al 0,2% no es sino mucha palabra y poco pan.

Los discursos populistas no venden cuando no se ofrecen respuestas a los problemas reales de cada cual. Difícil es, pero no se remedia el problema desviando la atención de quien necesita atención.

Quince meses son demasiados y todos han cogido fuerzas para, unos, mantenerse contra viento y marea y quemar las naves y el presupuesto; otros, para intentar ganar sobre los errores y el desconcierto de los gobernantes, pero sin ofrecer alternativas reconocibles. En todo caso, nadie construye con cimientos estables y pensando en el futuro. Todo empieza y acaba en lo inmediato. Todo empieza y acaba con ellos y solo por y para ellos. No hay políticos de Estado, sino de partido. Y eso tiene difícil arreglo.