Estamos en el aeropuerto. Clavo los ojos en el panel a la búsqueda de Gemelandia, un año después de que la representación más excelsa del «nieterío» para sus correspondientes abuelos viniera al mundo y el detalle no puede ser más conmovedor: ciento veinte minutos de demora. Dale a tu cuerpo alegría, Macarena.

Busco información, aunque no me hago ilusiones. La mayoría ha vivido experiencias similares y sabe que no es fácil que abran el grifo. Es viernes por la tarde y aquello parece una romería. Doy con un mostrador vacío en el que se ofrecen números de diversas compañías y un fijo a la vieja usanza para llamar desde él. No se lo van a creer, pero me lo cogen. «¿Ryanair?». «Sí». «¿¡Toulouse, por Dios!?». «Se trata de los controladores franceses. A la hora en que inicialmente estaba señalado el vuelo habrá ahí alguien a disposición de los viajeros». De entrada, no me creo ni lo uno ni lo otro.

Me meto a investigar porque diría que la huelga se finiquitó a mediados de septiembre tras el caos provocado. Así fue, pero al parecer dejaron en el aire retomarla a las puertas del día de autos. Y lo más grande: tenía ante mí a la azafata de tierra anunciada, no para figurar sino, pásmense, para facilitar novedades. En descargo debo decir que me había quedado en una compañera suya llamada Mariló, terror sobretodo de jóvenes, a quienes no permitía trasladar equipaje de una maleta a otra para quedarse en el peso estipulado mientras se descoyuntaban y los hacía pasar por caja con una suma que era el presupuesto de dos meses para ir tirando. Hay sufridores que aún sueñan con ella.

Constato que en la jornada anterior se han cancelado vuelos y me invade un sudor frío. Es el instante en que Yamina se acerca al lugar de espera con tal de decir que el aparato ya se encuentra en camino y que saldrá a la hora estipulada. Para ir calentando pongo un vídeo en el que están para comérselos dentro de una experiencia que creí que no viviría nunca. La de esta criatura de Ryanair, por supuesto.