Hoy en día, en España, mi querida España, como cantaba Cecilia, el debate no existe. Ha sido sustituido por el insulto y la descalificación, proferidos ambos por profesionales de la política que, bien por carecer de argumentos de contenido para discrepar fundadamente de una determinada conclusión, bien omitiéndolos por cualquier motivación espuria que puedan tener, recurren a lo fácil, a veces incluso a lo chabacano, con la única finalidad de desprestigiar al prójimo, a aquel que, por pensar de manera diferente, consideran su enemigo y, por tanto, hay que eliminar del panorama público.

Algunos de ellos desconocen la forma que tiene un libro y, ya sea por una u otra razón, sus modales distan mucho de ser los convenientes para vivir en sociedad. A estos poco se les puede reprochar. Yo soy yo y mis circunstancias, decía Ortega y Gasset. Aunque sí se les debería corregir y, como buenos samaritanos, enseñar. Lo que buenamente se pueda, claro está, pues como es de sobra conocido, lo que natura no da Salamanca no presta.

Los culpables, en cambio, son el otro grupo. Aquellos que, a pesar de haber demostrado en reiteradas ocasiones su valía intelectual y su educación ejemplar, actúan igual que los primeros en el convencimiento íntimo de que su proceder no es el correcto, de que sus manifestaciones, además de contradecirse a sí mismos, con todo lo que ello conlleva, contribuyen irreparablemente a la peligrosa polarización de la sociedad, que cada día conquista más terreno y destruye la pacífica convivencia.

No importa la ideología política que motive estos comportamientos. El insulto, provenga de un lado o de otro, es siempre detestable. Provoca la caída de quien lo profiere al abismo de la sinrazón. Hace perder el sentido a todo cuanto acompaña al vulgar calificativo empleado.

Ejemplos hay muchos, miles en los últimos tiempos. Pero hoy quisiera referirme solo a uno de ellos, a los reiterados ataques que, como parte de la estrategia sistemática que tienen algunos para desprestigiar al Poder Judicial, dirigen contra jueces y magistrados cuando, en el ejercicio de su profesión, dictan una sentencia que condena a quienes integran las filas de su partido político.

El procedimiento es fácil: cuando un magistrado, en aplicación del Código Penal y, por tanto, en cumplimiento de la ley, condena a un político de un determinado color, quienes visten igual comienzan a lanzar sus soflamas contra el citado magistrado, inmiscuyéndose incluso en su vida personal para tratar de encontrar algo que pueda herirle en su reputación y provoque en la ciudadanía un sentimiento de rechazo no solo a su persona, sino también a su trabajo, a su sentencia condenatoria contra el político en cuestión. En cambio, si la sentencia es absolutoria, los del partido contrario harán exactamente lo mismo con la finalidad inversa, es decir, hacer creer a los ciudadanos que la absolución ha sido por motivos espurios, puede que por una vinculación ideológica del magistrado hacia el partido al que pertenece el político absuelto.

En resumen, los míos lo hacen todo bien y los otros todo mal. Y el juez que ose contradecir este dogma, que se atreva a condenar a mi amigo o a absolver a mi enemigo, no es independiente ni imparcial, sino un peón del adversario. Porque en esta sociedad cada vez más manipulable e idiotizada en la que vivimos, unos y otros han aprendido que no necesitan atacar el contenido de una resolución judicial, sino que es mucho más eficaz desacreditar al que la dicta. Y para ello utilizarán todos los medios a su alcance, que son muchos, y no tienen límite.

Ocurrió con Manuel Marchena, Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, excelente jurista reconocido internacionalmente. Se arremetió contra él sin fundamento y sin pudor. Y se dijo que fue su ideología y no el Derecho la que movió su mano a la hora de dictar sentencia. Una burda mentira proferida por irresponsables de toda índole.

Y ha vuelto a ocurrir con las magistradas de la misma Sala Ana María Ferrer y Susana Polo, miembros de la asociación judicial Jueces para la Democracia, renombrada en las redes sociales “Jueces para la demagogia” por determinados twitteros que, escondiéndose tras perfiles anónimos, hacen del menosprecio su forma de vida.

Pues bien, estos insultos y descalificativos, que por decencia no voy a repetir en estas páginas, no son sino piedras que unos y otros llevan tiempo colocando en el muro de la segregación social.

Quien conoce la trayectoria personal y profesional de estos magistrados no puede sino llegar a la conclusión de su valía, de su reconocido mérito para ocupar un puesto en el más alto tribunal de nuestro país y, sobre todo, de su independencia y de su imparcialidad a la hora de juzgar, sean quienes sean los juzgados, pertenezcan a un partido político o a otro, vistan de rojo o de azul, vengan de aquí o de allá.

Esta es la única verdad. Aquella que, por mucho que sus detractores utilicen viejas estrategias que recuerdan los tiempos más oscuros que vivió Europa, no podrán sustituir por ninguna mentira, aunque la repitan mil veces.