Paremos un momento. Detengamos el fragor del día a día. Hagamos caso a Groucho Marx y bajémonos del mundo. Y regresemos a los meses, años anteriores a 2015. ¿Se acuerdan? A los estertores del último gobierno autonómico del PP, el de Alberto Fabra. Al fundido en negro, adiós muchachos, de la extinta Canal 9. Al hartazgo de la cultura del pelotazo y los constantes escándalos de los populares ante los juzgados. A los pecados de Francisco Camps en forma de trajes, corbatas y amor eterno a unos pocos amigos escogidos. A aquella sociedad en quiebra moral y económica por su estima al monocultivo del hormigón desaforado que la crisis de 2008 pulverizó. A la vergüenza colectiva de una comunidad marcada en un rojo intenso, casi granate, en el mapa de la corrupción de todo Estado. 

Aquella atmósfera que tanto sabía a fracaso explicó en parte (solo en parte) el gran cambio urdido en las elecciones autonómicas de 2015 en las que por primera vez en veinte años el PP perdió el poder (aunque siguió siendo el partido más votado porque es una de las marcas políticas más resistentes del mundo) gracias a la alianza de la izquierda: a la de PSPV, Compromís, que formaron el primer Botànic, y Podemos, que entonces iba tan sobrado que prefirió apoyar desde fuera aquel primer Govern del cambio que presidió el socialista Ximo Puig como candidato de la izquierda más votado.  

Por supuesto aquella transformación obedeció a más factores, fraguados en la Comunidad y en todo el país: el bipartidismo colapsó. Nacieron nuevos partidos. Ciudadanos venía para regenerar el centro-derecha. Y el Podemos de Pablo Iglesias, con la ilusión entonces intacta, catapultado desde la lucha de la protesta popular en las calles contra los gobiernos de Rajoy, parecía una ola gigante que acabaría franqueando por primera vez desde la guerra el paso al poder a mucha gente a la izquierda del PSOE. 

Del que menos se hablaba entonces, qué cosas, era de Ximo Puig, cuyo único mérito parecía haber acertado el momento

Además, aquí, Compromís, vivió su edad de oro. Tras una larga travesía por el desierto de lo testimonial, la reconvertida marca de la sonrisa y de las personas rebajó su perfil nacionalista para hacerlo más reivindicativo y menos identitario, y acentuó su imagen de izquierda amable (la amabilidad de Compromís ha sido un arma de marketing político poco estudiado), lo que le abrió caladeros de votos jamás soñados. Mónica Oltra resumía como nadie esa nueva simbiosis. Obtuvo un fenomenal resultado. Tanto que muchos vieron en aquello el primer paso para que Compromís acabara siendo la fuerza más votada de la izquierda a muy corto plazo. 

En realidad del que menos se hablaba entonces, qué cosas, era de Ximo Puig: se le observaba como otro más de los candidatos socialistas que antes habían fracasado con el único mérito de pasar por ahí (por el derrumbe de la derecha) en el momento justo. Como de casualidad. 

¿Y ocho años después?

Se siente, Groucho, pero habrá qué volver a poner el mundo en marcha. ¿Qué queda ahora de aquel espíritu de 2015 cuando se avecina una nueva contienda electoral? La respuesta a esa pregunta la otorga la encuesta de otoño de Gesop para los periódicos de Prensa Ibérica en la Comunidad: que el Botànic, apoyado en algunas estadísticas casi milagrosas, retendría el poder; pero que la derecha avanza. Y que puede ganar. Además, los bloques conservador y progresistas mantienen intactos sus apoyos (hay trasvases internos entre las distintas fuerzas que lo componen pero no de un bloque a otro); y que no habrá mayorías absolutas

Mazón sitúa al PP como el partido más votado, pero para llegar al poder necesitará a Vox: la ultraderecha en otra institución más

Si usted pierde la paciencia y acaba aquí esta lectura se llevará la imagen de que el retrato es similar al de 2015. Pero qué va. Las diferencias son radicales. Como ninguna culpabilidad dura para siempre (ni siquiera en la Biblia el ser humano pasó demasiado tiempo despojado del paraíso) y sin apenas autocrítica (hay quienes incluso han rehabilitado las figuras de Camps o de la fallecida Rita Barberá mientras muchos escándalos judiciales se desinflaron), el PP ha purgado viejos pecados: su candidato, Carlos Mazón, ahora fuerte en la Diputación de Alicante tras haber pasado sus propias travesías solitarias, logra situar al PP con el viento de popa de Feijoo de nuevo como el partido más votado de la Comunidad. 

Lo hace merendándose a Ciudadanos (el partido de la regeneración muere sin haber regenerado nada por sus groseros errores) pero con un condicionante: Mazón solo podrá llegar al Palau de València con el apoyo de Vox, a diferencia de Ayuso y Bonilla, lo que significará la entrada de la ultraderecha en otra institución más. Y eso a pesar de que las huestes de Abascal también aquí detienen su crecimiento por el buen momento de los populares. 

¿Y en la izquierda? Pues Puig y más Puig. El que parecía actor secundario de 2015 se ha convertido en el adalid del progresismo. Ya lo plasmaron los comicios de 2019, pero ahora tiene más mérito: ni pandemias ni confinamientos ni glorias ni desastres en Ucrania han logrado desgastarle. Al contrario: el electorado lo ve como el tipo con experiencia que es capaz de enfrentarse a cualquier apocalipsis. También, y en este karma social tan extendido de la ineficacia de los políticos, en el gestor que hace que pasen cosas de verdad, como lo ha demostrado su última reforma fiscal, mal vista incluso desde Moncloa. No en balde, mientras la estrella de Pedro Sánchez declina en la Comunidad, la de Puig mantiene casi todo su brillo: el PSPV gana en votos. 

Podemos bordea la desaparición y entonces los populares sí podrían sacar el champán del cajón de la historia

Pero Puig tiene problemas: necesita a sus socios. Puede confiar en Compromís porque según la encuesta los valencianistas bajan (ya no son sus años dorados) pero bajan poco. Y eso pese al descenso a los infiernos de Oltra, prueba de que el electorado no castiga tanto un determinado escándalo judicial sino un clima continuo de corrupciones, como el de la última etapa del PP. Compromís demuestra gozar de un electorado fiel sobre todo en las comarcas centrales, donde la gestión de sus consellers ha sido aplaudida, pero la gran amenaza la tienen en casa: su guerra interna para elegirle al sucesor de Oltra es el peligro de su propia autodestrucción

Ahora bien, el problema para un tercer Botànic está en Unidas Podemos. Hechas añicos las ilusiones de antaño, la encuesta confirma que los morados se mantienen en la cámara autonómica pero que la posibilidad de que al final no superen la barrera del 5% y no regresen a ese hemiciclo es una amenaza bien cierta. Y un cataclismo para la izquierda. Si se confirma, es muy probable que Mazón saque el champán del mismo cajón de la historia donde podrá enterrar al fin los largos años de tinieblas de sus antecesores.