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Joaquín Rábago

Desertores y rusofobia

Rusos exiliados en Valencia GERMÁN CABALLERO

Si los oligarcas rusos fueron durante años más que bienvenidos en Occidente, antes, esto es, de que la UE sancionara a Moscú por invadir Ucrania, ahora parece que pocos países quieren a los rusos que huyen de su país para no ser llamados a filas. Pasa siempre, también con los árabes: no hay problemas para los jeques y sus familias que viajan a Austria, a Suiza o la Costa del Sol a gastar una mínima porción de sus fabulosas fortunas, pero ¡ay de los pobres inmigrantes de los países musulmanes que no tienen dónde caerse muertos!

No ha habido en efecto antes nunca problemas para los magnates rusos, fueran o no amigos de Putin, que vienen a esta parte del mundo a comprar yates, mansiones y joyas, pero ahora parecen haberse convertido de pronto todos ellos en apestados. Se lo tienen más que merecido, diría uno, aunque alguien podría argumentar allí que con qué derecho se vulnera el supuestamente sacrosanto derecho de propiedad para arrebatarles, como castigo por los crímenes del Kremlin, sus palacios o aviones privados.

Siempre ha habido clases, aunque esa categoría marxista no esté últimamente de moda, y no es lo mismo alguien que viene a nuestros países a beber el mejor champán francés ya a la hora del desayuno que esos otros rusos que no quieren convertirse en carne de cañón de una guerra que no sienten como suya. La ministra letona de Economía lo dijo claramente el otro día: Quienes huyen ahora de Rusia no son bienvenidos en ese país báltico. Lo que tendrían que hacer es rebelarse allí contra Putin.

Es más fácil de decir que de hacer, tratándose de una clara autocracia, como fácil es también escribir desde un cómodo despacho que hay que seguir armando a Ucrania para darle a Rusia la lección que se merece. Habría que recordarles a quienes con tanta contundencia rechazan a los jóvenes rusos que huyen ahora de su país que quienes se niegan a ir al frente para no ser cómplices de una guerra ilegal deberían ser tratados como refugiados políticos y no simplemente como indeseables.

Cuántos jóvenes estadounidenses huyeron, por ejemplo, en su día al vecino Canadá para no tener que luchar en otra guerra igualmente ilegal: la del Vietnam. Y entonces muchos jóvenes europeos admirábamos su coraje. Puede ser que haya quienes traten de justificar las declaraciones de la ministra letona con el argumento de que los Estados bálticos sienten una especial repugnancia hacia todo lo ruso por los años de ocupación soviética.

En esos países viven, por otro lado, importantes minorías rusas, cerca de un 28 por ciento de los habitantes de Letonia, que totalizan poco más de 1,9 millones, o un 26 por ciento de los de Estonia: casi 1,33 millones. Son, eso sí, menos en Lituania -un 9 por ciento de los algo más de 2,8 millones de habitantes-, lo que explica que en este país la minoría rusa no esté tan discriminada como en las otras repúblicas, donde los rusos carecen de derecho de sufragio y no tienen acceso a cargos en la Administración, es decir no son ciudadanos de pleno derecho.

Y, sin embargo, se trata de países miembros de la Unión Europa, por lo que cabría esperar de todos ellos mayor respeto tanto de los derechos civiles como del derecho de asilo de los rusos en lugar de considerarlos a todos una «quinta columna» potencialmente desestabilizadora.

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