Como dice la web del Consejo de Colegios Mayores: “Un colegio mayor es mucho más que alojamiento. Es vivir la experiencia universitaria 24 horas al día, 7 días a la semana. Un espacio en el que conviven jóvenes que libremente han decidido unirse para aprender en comunidad, y para aprovechar al máximo su etapa universitaria: conferencias, talleres, deporte, arte, voluntariado… you name it!” Y en una muestra más de cómo la publicidad universitaria es de lo más guay, anuncia: “¡Donde convive la cooltura del futuro!”. Al reclamo han acudido 17.000 colegiales. Y no digo yo que esté mal, que conozco colegios que cumplen una benemérita función, en especial para los hijos de rentas altas, que también los quiere Dios. De hecho, casi la mitad de los 43 Colegios Mayores de Madrid, parecen tener vínculos con la Iglesia –la Católica-. Que ya es casualidad. Se ve que en las noches de ocio observan a camellos para que les enseñen a entrar en el reino de los cielos.

Por eso, el Colegio Mayor Elías Ahúja –quien, por cierto, tuvo que huir de España acusado de masón- proclama en su web: “más allá de ser una mera residencia, el Colegio Mayor ofrece un proyecto orientado a promover la formación integral de la persona a través de la convivencia y de las actividades que se desarrollan en él”. Menos mal. Se ve que los caminos del Señor son muy inescrutables. Por su parte, el Colegio de San Agustín, perfectamente coordinado, pero para chicas, que si los ponen juntos vete tú a saber si pecan, anuncia como objetivo: “Crear un clima educativo que favorezca el estudio, el desarrollo de la persona y promueva la formación integral. Favorecer la conciencia crítica de las colegialas a través del análisis de los acontecimientos mundiales y de la propia realidad. Ofrecer la vivencia de la fe, de manera libre y respetuosa”. Todo esto, dicho con otras palabras, viene a ser ese extraño ritual de abrir ventanas, iluminar la noche oscura del cuerpo y vociferar improperios que rebajan a las mujeres todo lo que el pregonero de turno es capaz de vomitar.

La pregunta es: ¿dónde estaban agustinos y agustinas? La excusa favorita de estos goliardos incívicos y crueles es que se limitan a cumplir con una tradición. El argumento no es baladí. De hecho se usa cada día más como última agarradera para justificar barbaries diversas, hasta convertirse en eje central de la cosmovisión de la derecha y la ultraderecha. ¿Pero de verdad la tradición justifica tropelías? O, dicho de otro modo: ¿es un valor a defender la tradición? San Agustín previene sobre esto: “!Maldito seas, torrente de las costumbres humanas!”. Pero se ve que a la hora de la justificación, ni los jóvenes energúmenos ni el Padre Director recordaron el dicterio del Obispo de Hipona, cuya conversión requirió, precisamente, despojarse de algunas concupiscentes tradiciones. Si París valía una misa, las cuotas colegiales quizá justifiquen el olvido del santo.

La verdad es que sólo son defendibles las tradiciones que se ajusten a la Constitución y sus valores, principios y Derechos. Las que no, son objeto de debate social siempre que no los contradigan. Las que lo hagan, como es el caso, no deben usarse como argumento. El que algunas de las muchachas insultadas justifiquen los hechos no significa nada: el acto, al parecer repetido años tras año –si no, no sería una tradición-, con total impunidad y presunta benevolencia de las autoridades eclesiásticas y académicas, atenta contra el principio de la dignidad humana. Insultar a las mujeres no es un Derecho, no puede acogerse a nada del texto constitucional, porque, objetivamente, interfiere en la autonomía personal de todas las mujeres –no sólo de las simpáticas mónicas- y rompe los principios de libertad e igualdad, propalando los climas capilares de miedo y violencia.

San Agustín lo entendió mucho mejor que esta caterva de niñatos hiperprotegidos: “Así caí entre hombres orgullosos y extravagantes, carnales y locuaces en exceso; su boca escondía una trampa diabólica…”. Todo esto lo dice en “Las confesiones”, el primer ejercicio de introspección de la cultura occidental, tras su vida de tarambana –que incluyó embarazar a doncella a la que luego abandonó. Y lo dice como lamento, antes de encontrar la recta vía, en buena medida por las plegarias de su madre, Santa Mónica, “educada en la virtud y la templanza”, aunque, al parecer, no fue a un Colegio Mayor. Eso sí: Agustín cuenta como gran y cristiana hazaña que Mónica aconsejaba a sus amigas que “desde el instante en que oyeran la lectura de su contrato de boda, debían considerar este documento como el escrito legal que las convertía en esclavas”; lo dice en un capítulo en que da por normal que las mujeres fueran desfiguradas por golpes de sus maridos. No sé cómo interpretar esto en relación con la educación que prestan estos Colegios agustinos. Quizá se salten estas líneas en las tertulias nocturnas.

Lo que encontramos aquí es el recordatorio de que en la España que ha avanzado en la igualdad y que ha modernizado extraordinariamente sus valores, existen peligrosísimas islas de convicción reaccionaria con guías espirituales que miran para otro lado; con alianzas perdurables entre los poderosos económicos y la pervivencia de la humillación como una práctica simpática. No sé si lo sucedido es delito, pero es gravísimo, precisamente porque el entorno de privilegio consuetudinario hace que las disculpas suenen a huecas, que no todas las Universidades se impliquen con la necesaria energía, que no se erradique la coartada de la tradición como fuente de vejámenes.

Cuando vi las imágenes mi sentimiento fue de vergüenza. Y de duda sobre cómo plantear la cuestión en un debate con mi alumnado: no me sorprendería demasiado que alguien justifique esta berrea, lo que me preocupará es la intuición de que otros y otras guarden silencio porque la construcción de la imaginación social no sabe cómo integrar estos asuntos: me temo que no hay un automatismo moral en la condena. “Cosas de jóvenes”, dirán algunos, prolongando el paternalismo hasta el infinito. Sin embargo, confiado como soy, imagino a la tribu participante en las magnas fiestas colegiales, que tanto unen y tanto enseñan, entregados a una última meditación agustina: “La observación sobre las torpezas contra naturaleza vale igualmente para los crímenes que implican el deseo de molestar a los demás con ultrajes o actos de violencia”. Y es que si Dios da “alguna orden que choca contra las costumbres o con cualquier pacto, aunque no se haya hecho en aquel lugar, hay que hacerlo, y renovar la costumbre”. Pero se ve que Dios aún no se lo ha comunicado al Padre Director. O sí, pero lo mismo el Mensaje ha ido a la carpeta de spam.