El otoño ha llegado al Reino Unido. Una estación que se avecina complicada para nuestros vecinos del norte. El fallecimiento de Isabel II, la sucesión al trono, la paulatina aceptación del nuevo monarca y, cómo no, el cambio de gobierno tras la dimisión del hasta entonces Primer Ministro, Boris Johnson.

Ahora, y desde el 6 de septiembre, la cabeza visible del gobierno británico es la conservadora Elizabeth Truss, que se ha convertido en la tercera mujer en la historia en ocupar esta dignidad. Y como siempre ocurre, nuevo Primer Ministro significa nuevos ministros, nuevas responsabilidades y nuevos altos cargos.

Uno de ellos es Thérèse Coffey, ministra de Sanidad, que ha saltado a la fama recientemente no por su curriculum, excelente, ni por sus declaraciones públicas sobre ciertas cuestiones controvertidas, inexistentes, sino por su vida privada, por sus aficiones y por sus gustos nada “apropiados” en esta sociedad tan endemoniadamente correcta (sólo cara a la galería, por supuesto) en la que vivimos. Y es que resulta que la Sra. Coffey fuma, bebe, disfruta comiendo y, de vez en cuando, frecuenta los bares de copas. Algo intolerable para los vigilantes de la moralidad contemporánea, hermanos de espíritu, si lo tienen, de la Policía del Pensamiento de Orwell.

Lo paradójico es que, en medio de este alud de críticas, nadie se ha parado a revisar sus méritos académicos y laborales y, con base en ellos, emitir un juicio fundado acerca de su capacidad para ocupar el cargo. Nadie ha reparado en que la Sra. Coffey obtuvo un doctorado en química en el University College London y que, después de graduarse, antes de su incursión en la política, trabajó durante varios años en la empresa privada, para finalmente ser nombrada directora financiera de la multinacional Mars Drinks. Es decir, de profesión, a diferencia de lo que ocurre en muchos casos, la Sra. Coffey no es política, no tiene la necesidad alimenticia de ocupar un cargo público. Y mañana, cuando deje su ministerio, con toda probabilidad podrá regresar al mundo laboral.

Pero nada de esto importa. Según los vigilantes de la moralidad, para ser ministro de Sanidad no hay que valorar los méritos académicos ni la experiencia profesional de la persona en cuestión, sino sólo lo “

cool

” que sea el candidato, el cual debe comportarse en su vida privada como un asceta: no beber alcohol, pues no es “healthy”, no fumar, pues no es “healthy”, no tener coche, pues no es “healthy”, no comer carne, pues no es “healthy”, hacer deporte a diario, pues es “healthy”, y salir sólo de vez de cuando, no a los bares de copas, eso nunca, sino a los festivales de yoga Vinyasa, donde se escucha música tibetana y se bebe kombucha. Y claro, si el ministro es guapo (o guapa), mucho mejor. Las fotografías y las series tienen que quedar bien.

Estos son los requisitos, los únicos e imprescindibles. El conocimiento no. Eso es cosa del pasado. Ya no se lleva. Winston Churchill, por ejemplo, Premio Nobel de Literatura, pero fumador, de puros para más inri. Algo detestable, sin duda detestable. Y no hay más que hablar.

La Sra. Coffey, además, está soltera. Otro de los datos relativos a su vida privada que unos y otros han sacado a relucir, como si de algo malo o extraño se tratase. A lo que yo me pregunto, ¿y qué?, ¿debe importar a los ingleses que su ministra de sanidad esté soltera, casada, divorciada, que fume, que beba o que salga de vez en cuando? Si fuera hombre, si en vez de la Sra. Coffey fuera el Sr. Coffey, ¿también lo habrían puesto de manifiesto?, ¿también habrían criticado su forma de vida?, ¿sus gustos?, ¿sus aficiones? Quién sabe.

Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que los censores quieren imponernos formas únicas de pensar, de vivir, de actuar e incluso de soñar. Y todo aquel que no se pliegue ante sus postulados debe ser excluido, recluido.

Tal vez, si la Primera Ministra, Elizabeth Truss, hubiera nombrado ministro a otra persona, a un cachorro de las juventudes de cualquier partido que jamás ha trabajado fuera de la política, pero eso sí, no fumador, no bebedor, vegano y reciclador de pajitas de plástico, nadie hubiera hablado de él. Habría pasado desapercibido. Porque claro, es de los nuestros, de los que van a acabar con el hambre en el mundo sustituyendo el pollo por la heura y a arreglar el asunto del cambio climático yendo en bicicleta a comprar el pan, mientras luego, aprovechando sus vacaciones, se hacen con un par de pasajes para el vuelo Londres-Bangkok, con escala en Doha, donde se fotografiarán con sus pantalones de lino ecológico junto a un enorme elefante en “semilibertad”.

Mil y una veces, un servidor prefiere a la Sra. Coffey. Un modelo a seguir, por su educación, por su formación y por su trayectoria, sin importar qué haga en la oscuridad de su alcoba.