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Joaquín Rábago

Xi, el anti-Gorbachov deja claro una vez más su poder absoluto

Xi Jinping. Reuters

Todo lo que cuentan estos días los medios sobre el máximo dirigente chino, Xi Jinping, roza lo hiperbólico: gobierna a un pueblo de 1.411 millones, el mayor del planeta, y lidera un Partido Comunista con 97 millones de afiliados.

Xi es comandante supremo de unas Fuerzas Armadas que, con más de dos millones de uniformados, son también las mayores del mundo.

El poderío económico de China, convertida en la gran fábrica del mundo gracias a una globalización impulsada por Occidente y de la que ahora éste parece arrepentirse, no deja de crecer hasta el punto de que muy pronto dará alcance al que es hoy por hoy su único rival: Estados Unidos.

El pensamiento político de Xi ha alcanzado, como el de su antecesor Mao Zedong, rango constitucional, algo capaz de provocar la envidia de otros autócratas como el propio presidente ruso, Vladimir Putin.

Su poder es prácticamente absoluto como quedó evidente una vez más el pasado fin de semana con el desalojo por la fuerza de su predecesor, Hu Jintao, del Congreso del Partido Comunista, que tuvo que dejar la silla vacía ante los ojos del mundo y sin que Xi, sentado a su lado, se inmutara.

Elegido en 2012 secretario general del Partido Comunista Chino, Xi ha logrado romper incluso con la práctica posterior al gobierno de Mao que limitaba a dos el número de mandatos y va a comenzar ahora el que será su tercero seguido.

Formado en la llamada Revolución Cultural, aprendió de ella algo importante, y es que lo peor que puede hacer un gobernante es dejar que se extienda el caos en el país: la estabilidad y el orden son para él valores supremos.

El control que ejerce el Partido Comunista Chino sobre la población es prácticamente absoluto gracias, entre otras cosas, a las más modernas tecnologías como la inteligencia artificial, que permiten mantener a los ciudadanos bajo constante vigilancia y premiar o castigar su comportamiento social.

A su favor hay que reconocer que sus medidas económicas, junto a las de sus predecesores, han conseguido sacar a millones de la pobreza al tiempo que su lucha contra la corrupción entre el funcionariado del partido han contribuido a su gran popularidad entre la gente.

Xi es al miso tiempo algo así como el anti-Gorbachov: quiere evitar por todos los medios lo ocurrido en la última etapa de la Unión Soviética bajo su último presidente, a quien el actual líder del Kremlin acusa de haber sido el responsable de la desintegración del país.

Como señala uno de los mejores conocedores de la URSS, el ex primer ministro laborista australiano Kevin Rudd, que trabajó algún tiempo como diplomático en Pekín, Xi está convencido de que si no se pone límites al sector privado, éste acabará tomando el control, algo que él está decidido a evitar.

Por lo que se refiere a la guerra de Ucrania, los observadores internacionales han tomado nota de un cierto distanciamiento de Pekín con respecto al Kremlin pese a la mutua amistad que profesan ambos gobiernos.

En declaraciones al semanario alemán Der Spiegel, Rudd considera, sin embargo, que desde la anexión rusa de Crimea, Putin y Xi han desarrollado una relación muy estrecha tanto “personal y política como estratégica”.

Putin quiere permanecer en el Kremlin hasta el año 2036 y el político australiano cree que Xi seguirá el frente de China hasta el vigesimotercer congreso del Partido Comunista en 2037, cuando habrá cumplido 84 años.

“No veo, pues, en los quince próximos años nada capaz de enturbiar esa relación. Sobre todo, explica Rudd, por razones estratégicas: Rusia es para Pekín un factor de perturbación decisivo para desviar la atención de EEUU de la región del Pacífico y mantener a su principal rival ocupado con otras guerras como las de Ucrania, Siria o Libia.

Además Rusia tiene las materias primas que necesita el gigante asiático y que, por culpa de la guerra de Ucrania, no irán ya a Europa, su mercado más importante hasta la invasión rusa.

En opinión del ex primer ministro australiano, el gran objetivo de Xi es impulsar al máximo las exportaciones y volver al resto del mundo cada vez más dependiente de China.

Una vez que otros Estados hayan sido absorbidos por su campo gravitatorio, les será más difícil enfrentarse a Pekín en temas como los derechos humanos o Taiwán, la isla rebelde que Xi quiere recuperar un día bien por la vía pacífica, bien por las armas si se vuelve necesario.

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