Había percibido su energía a través de la televisión durante años, lo conocía en persona, pero me faltaba vivir la magia del directo sobre un escenario. Por fin llegó gracias a La jaula de las locas, con la gira aplazada un par de temporadas por culpa de la maldita pandemia. Casi mil días de espera, una depresión de por medio y una serie de episodios a cuál más desafortunado se olvidan cuando con los ojos humedecidos uno sale a la calle después de asistir a casi tres horas de función con Àngel Llàcer. Su final del primer acto abandonando el patio de butacas tras cantar el himno Yo soy como soy bien valen haber llegado hasta aquí.

Lo de Llàcer va en los genes. Lo artistazo que es. Cómo se mete en el bolsillo al público. Cómo sube la temperatura de la sala (así sean 701 espectadores, el día de mi función, o más de mil) en cuanto él entra en escena, y cómo embauca del primero al último. Qué don más precioso y más preciado. Naturalmente que hay públicos y públicos: no a todos les gustan los musicales. Incluso hay gentes de teatro que los detestan. Pero quienes gozamos con ellos, sabemos discernir el grano de la paja y el «quiero y no puedo» de la calidad suprema, compartir una noche con un equipo comandado por Manu Guix y Àngel Llàcer es sinónimo de entrar en un mundo feliz.

Por cierto, me alegró mucho ver a Muntsa Ríus, directora de El coro de la cárcel, aquel programa que emitió TVE antes de que La 1 comenzara a no dar pie con bola (estupenda en Follies, con Mario Gas). Gracias, Àngel, por tanto.