A principios del siglo pasado los cines, grandiosos, tenían nombres palaciegos (Palacio de la Prensa, Palacio de la Música). En los albores de este nuevo siglo XXI sus equivalentes son las grandes bibliotecas. Los arquitectos compiten por ver quién ofrece una versión más innovadora.

Éstas se han convertido en espacios de encuentro: diáfanos, luminosos, divididos sin ningún tipo de separación en zonas de lectura, escucha, visionado o laboratorios. Cuántas maravillas ha obrado la arquitectura en las bibliotecas públicas de nuestras capitales: Tenerife, Las Palmas, Santander, Ceuta, Córdoba (una de las más recientes, ¿dé dónde es Carmen Calvo?), Málaga (lindando con el Museo Picasso) y tantas otras.

De ahí que los cien mil euros de los Presupuestos Generales del Estado de 2024 destinados para la rehabilitación integral de la Biblioteca Azorín (que debe costar 14 millones de euros, y cuyo proyecto fue aprobado en 2008) deben ser considerados como un escupitajo más que el gobierno central arroja a la quinta provincia más habitada del Estado, y hacia sus infraestructuras culturales.

En 2024 habrá otro gobierno y volveremos a empezar de cero. Mientras tanto, la Biblioteca Azorín, degradada como pocas, en lugar de ser el foco de atracción que debería ser, un lugar donde estar, habrá devenido todavía más en ‘antro’ (según la RAE, “local o establecimiento de mal aspecto o mala reputación”).

Teniendo en cuenta que la mayoría de mi tiempo libre lo paso en ella, lo mejor que puedo hacer es ir buscando una ciudad (donde no haga un calor sofocante) que cuente con una de esas bibliotecas del siglo XXI, abiertas incluso sábados y domingos, para afrontar lo que me quede de vida en paz. No tiene sentido luchar contra lo que no tiene remedio, entre una indiferencia que ofende.