Maitland Jones Jr. es un reputado profesor de química. Estudió en la prestigiosa Universidad de Yale, donde se licenció y posteriormente se doctoró en Ciencias. Tras ello, en 1964, fue contratado para impartir docencia en Princeton. Allí permaneció hasta el año 2007, cuando su camino le llevó a la Universidad de Nueva York. Y en esta institución, a sus 84 años, se ha visto obligado a abandonar el trabajo de su vida.

No ha sido, sin embargo, el fantasma de la jubilación el que ha asaltado al Dr. Jones, que, pese a su edad, conserva su brillante capacidad intelectual. Tampoco ha sido una repentina enfermedad ni un terrible accidente. No. El Dr. Jones, premiado en reiteradas ocasiones por su labor docente, conocido por sus aportaciones al campo de la química orgánica y respetado por sus colegas, ha sido despedido porque, de entre sus muchos alumnos, unos cuantos se quejaron de que sus exámenes eran demasiado difíciles y, por tanto, pocos de ellos conseguían superar la asignatura.

Nada puede reprochársele al Dr. Jones en lo que a su comportamiento se refiere. Nada sobre su modo de dar clase. Simplemente, dijeron los alumnos, lo que falla son sus calificaciones, muy bajas, muchos suspensos.

Tiempo atrás, cuando las universidades eran tales y no patios de colegio, a nadie se le hubiera ocurrido presentar una queja por esta razón. Todo era más simple, a más dificultad, más estudio. Y aun en el caso de que alguien lo hubiera hecho, la carta, al llegar a decanato, habría provocado sonoras carcajadas susceptibles de ser escuchadas en la otra punta del globo.

Ahora, en cambio, son otros criterios los rectores. Y es que, en estos tiempos, lo que realmente importa no es aprender, ni enseñar, ni formar a los grandes pensadores del futuro, sino los rankings, que la universidad en cuestión sea la primera, que adelante a la vecina. Y para ello son necesarias las valoraciones positivas de cuantos más alumnos mejor, las cuales se consiguen más fácilmente si los alumnos están contentos. ¿Y cómo lograrlo? Sencillo. Aprobando, aprobando a todo el mundo, aunque no estudien, aunque cometan faltas de ortografía hasta en las fórmulas matemáticas y aunque, con perdón por lo coloquial de la expresión, no sepan hacer la O con un canuto.

En algunos lugares se trata de ocultar esta triste realidad. En otros, como en la Universidad de Nueva York, se reconoce sin pudor por quienes dirigen la institución, como ha ocurrido en el caso del Dr. Jones, en el que el decano de la facultad dijo, y cito textualmente: “hay que extender una mano suave, pero firme, a los estudiantes y a los que pagan las matrículas”. Algo que fue confirmado por Paramjit Arora, profesor de química que ha trabajado estrechamente con el Dr. Jones: “Los decanos quieren estudiantes felices que digan grandes cosas sobre la universidad para que más personas soliciten su ingreso y para que los rankings de U.S. News sigan subiendo”.

Es, por tanto, el triunfo de la burocracia sobre la enseñanza y la investigación. La valoración del profesor no por la calidad de su trabajo, sino por los comentarios positivos de sus alumnos y en función de la cantidad, del vulgar peso, de sus obras sobre la balanza de un mercadillo.

Índices de impacto de revistas, cuartiles variables según el año de la publicación del artículo, cursillos de innovación docente, nuevas metodologías diseñadas por pedagogos y psicopedagogos sin importar que se apliquen a una materia u otra, elaboración de guías docentes que nadie lee y a nadie importan, consignas pánfilas tales como “¡haga usted la química divertida!” o “¡disfrute de las derivadas!”. Y bueno, modelos surrealistas tales como la “flipped classroom” o “clase invertida” que, en esencia, consiste en que el profesor permanece a un lado mientras los alumnos adoptan un rol activo en la clase. Es decir, que el profesor no da clase y, por tanto, no actúa como profesor.

Todos estos peajes son los que deben pagar (y algunos son muy caros) quienes, por vocación, deseen dedicarse hoy a la enseñanza. Una carrera larga y ardua en la que necesariamente habrán de pasar por sucesivas fases, una tras otra, para “acreditarse” ante las agencias de calidad y por fin lograr la ansiada plaza, la ansiada categoría administrativa.

Para ello, además, deberán contentar al alumnado y conseguir, como si de un producto de Amazon se tratase, buenas valoraciones y buenos comentarios. Cuantos más, mejor. Así que, como me lo exigen y como nadie quiere acabar en la situación del Dr. Jones, es decir, en la calle, aprobemos a todo el mundo, sin estudiar, sin exámenes. Aprobemos de forma automática por el mero hecho de ser alumnos. Concedamos lo que ya se oye por los pasillos, al principio como un leve susurro y luego como un sonoro estruendo. Concedamos a todos un merecido aprobado general.