No sé si reformar el delito de sedición puede ser conveniente en términos estrictamente jurídicos o por razones de homologación con las figuras similares existentes en Europa que, por cierto, no son tan leves como afirma el gobierno, sino más duras para los hechos acaecidos en España en 2017. No faltemos a la verdad.

Sucede que la situación española, con un proceso penal que mantiene pendientes recursos ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por los delitos cometidos en Cataluña, no es la más razonable para una reforma de este calado que, sin duda, puede incidir directamente en las decisiones que adopte la justicia europea y en la situación personal de los condenados y prófugos.

La reforma que se propone, en realidad, no es fruto de la necesidad de regular una situación con vocación de generalidad, sino que puede calificarse de reforma “ad hoc”, destinada a servir para un caso concreto y determinado; una reforma fruto de un pacto político que tiene como destinatarios favorecidos a los que, paralelamente, otorgan su voto al gobierno. Un beneficio con contraprestación bien definida.

Decir que hoy la situación es mejor en Cataluña no es mentir, pero considerar que modificar a la baja la sedición es colaborar en la solución del conflicto, sí lo es o puede serlo. Quienes exigen esta modificación deben saber que no volver a reiterar las mismas conductas es el remedio más eficaz para no verse comprometidos en procesos por delitos graves y que de no reincidir, el delito y su calificación y pena, son algo irrelevante, meramente teórico, como sucede en general a la gente honrada ante el Código Penal. La reforma que piden, por tanto, solo tiene valor y eficacia si persisten en la misma idea de volver a hacerlo o si se pretenden mayores beneficios que los ya obtenidos con los indultos o, incluso, si buscan menoscabar la imagen del Tribunal Supremo. Podría ser que se esté pretendiendo dañar esa imagen y la autoridad del TS porque, de rebajarse las penas de la sedición, el TEDH podría considerar las condenas desproporcionadas al valorarlas de este modo el propio estado español. Un efecto que no es conveniente promover o tolerar.

En definitiva, la reforma que el PSOE ha aceptado carece de justificación jurídica alguna en este momento y tiene un mero fin político e inmediato: la aprobación de los PGE y el mantenimiento del gobierno al precio que sea.

Cuando el pacto sobre la renovación del CGPJ era cuestión de horas, llama profundamente la atención que desde el gobierno se diera publicidad a un hecho de estas características que, como dice además, está en la agenda, pero no se va a promover de inmediato. Solo desde la intencionalidad política se puede entender esta conducta o, tal vez, podría ser, desde la posible pérdida de interés del gobierno en esa renovación a la vista de las muchas presiones de sus socios y las consecuencias de hilvanar un pacto con el PP que, por lo conocido, era positivo para la Justicia y su independencia.

La reacción del PP ante el reto lanzado era lógica, casi natural por la imprudencia o la intención, aunque bien podría ser, igual que para el PSOE, fruto de presiones externas de quienes marcan profundamente las agendas de ambos, especialmente de sus líderes.

En todo caso, la reacción es excesiva al llevar hasta el último extremo ya la misma vulneración del orden constitucional y legal que denuncia en otros y en la que reincide bajo apariencias que carecen de justificación legal o moral. No hay diferencia con quienes ataca, cualquiera que sea el argumento o excusa que se exponga.

Nada tiene que ver cumplir con la ley y renovar los órganos constitucionales con el rechazo a la reforma del Código Penal. La ley se cumple sin excusas y no hacerlo alegando una reforma que será realidad con o sin renovación del CGPJ, es reiterar la misma desobediencia de un partido que en este asunto, merced a las presiones de quién sabe quién, está perdiendo su centralidad. Porque, es evidente y huelga decirlo, el PSOE está legitimado para proponer una reforma y la oposición para combatirla ante los tribunales, en el Congreso y ante la opinión pública. Nunca mediante la desobediencia a la Constitución. No entender algo tan simple conduce al asombro y al temor por el futuro.

Cabe esperar ahora que el PSOE proponga reformas de la ley tendentes a integrar el CGPJ sin las mayorías establecidas o que haga lo propio con los magistrados del TC que compete elegir al gobierno. Todo es posible y todo estará justificado ante la situación generada en el Poder Judicial. En todo caso, cualquier reforma legal lleva un tiempo dilatado que se traducirá en mantener una situación de colapso en el Tribunal Supremo que afecta a los justiciables. Si, a pesar de todo, se lleva adelante, aunque lo aprobado sea inconstitucional, el control por el TC será irrelevante, porque los tiempos del TC son un mundo para la política acelerada de hoy. Cuando el TC resuelve, todo se ha hecho viejo y ya se ha aplicado y cumplido sus propósitos.

Volver a la negociación es la única vía. Y el PP, el principal responsable de esta crisis. Con solo cumplir la ley se habría garantizado la independencia de la Justicia de la que hablan. Un discurso que se desmiente con una actitud de rebeldía legal que ha dinamitado los cimientos del Poder Judicial y hecho un profundo daño a su autoridad moral.