La señora Esther ha cumplido 104 años. Para poder situarla imaginen a Tina Turner cuando soltaba aquella garra suya con la aceleración de «Proud Mary» contagiando al más pintado. La misma energía. Si la cantante de Tennessee se bajó del escenario a los setenta y poco, ella prosiguió veintitantos más allá y solo un tropiezo de aúpa hizo que los biorritmos se atemperaran. Pero la cabeza nanay.

   Y así, al compás de unas directrices trazadas al milímetro, dispuso la celebración con la convocatoria a la treintena que se apiña bajo su paraguas protector en la casa del pequeño pueblo donde en plena posguerra empezó todo junto al señor Aurelio. La semilla agarró fuerte e hizo que las nuevas generaciones se dejaran caer desde cualquier punto cardinal. Una nieta con su pareja y dos criaturas cogió el volante en Reims a las cinco de la tarde y no paró de turnarse hasta que a las nueve de la mañana aterrizó en la tierra de sus ancestros. Vienen juntándose en torno al 1 de noviembre desde hace no pocos lustros nieve o amanezca un tiempo de esos de mil demonios mientras en esta ocasión la cita transcurrió al aire libre sin apenas nadie con el cuajo necesario para encasquetarse un jersey.

   La cumpleañera, que estaba pletórica y que aprovechó para dar las gracias a los presentes por cuidarla como la cuidan, es la que invita cada vez al menú de postín con la pensión y quien obsequia al resto en cada aniversario pese al calibre de la misma con una propina. No son fondos reservados, es la capacidad de ahorro de quienes sacaron adelante a una familia montada en un carro para vender la cosecha a veinte kilómetros. Los que han contribuido a levantar esto y no Garamendi. Tampoco faltó la súplica para que el personal se reúna cuando falte, a lo que un nieto respondió: «Ni se te ocurra que tú el año que viene, abuela, te tienes que estirar». A día de hoy, de las pocas certezas.