El capítulo titulado “Tiempo de ilustrados" de la serie El ministerio del Tiempo comienza con un atentado intertemporal. Desde el pasado, a fines del siglo XVIII, alguien raja La maja desnuda de Goya. La raja sin compasión, con saña y asestando múltiples puñaladas al lienzo que, en nuestro presente, ya en las paredes del Prado, empieza a desgajarse en jirones ante la mirada atónita de un turista. El nipón solo acierta a exclamar “¡Coño!”. Esa misma interjección u otras de similar malsonancia se nos han escapado a muchos al ver la barbaridad que se ha puesto de moda para reivindicar la acción contra el cambio climático. 

  Ya son cinco ataques en las últimas semanas, en museos de todo el mundo, contra obras como La joven de la perla de Vermeer o Los girasoles de Van Gogh. Monet o Picasso tampoco se libran de los vándalos/activistas, que han dado en lanzar el contenido de todo tipo de latas y botes sobre las creaciones artísticas (espero que reciclaran los envases después).

  Decía Salvador Dalí que lo importante es que hablen de uno, sea bien o sea mal. Pero no creo que le hiciera mucha gracia que le tomaran la palabra un par de chavales y estamparan huevos en La persistencia de la memoria. Ya veríamos si, con su verborrea surrealista, el genio de Figueres los ponía a caldo o se sumaba a dicha acción.

  Y es que hay que tener en cuenta la estética del acto, la imagen, más allá de su fondo y significado. Porque el ataque a una obra de arte que, además, está instalada en la conciencia colectiva como algo valioso y único, es un ataque también a los corazones de la gente que ama esa expresión. Es una acción que inconscientemente provoca rechazo y repulsa, lo cual inevitablemente deja un poso de connotaciones negativas en el sentir del común de los mortales. 

  Da igual lo que defiendan estos grupos activistas: han atacado un tesoro. No importa que las obras estén a salvo de la sopa de tomate, del puré de patatas o del espray. Siempre relacionaremos esas imágenes con el momento en que se nos encogió un poco el corazón al ver peligrar unas obras que también son nuestras en cierto modo. 

  Estas acciones vandálicas tienen el mismo efecto que si quisieran venderme un perfume, una barra de pan o un viaje utilizando palabras como “sucio”, “caro”, “peligroso” o imágenes de una ciénaga, una rata o un accidente. No, a ningún publicista se le ocurriría. Ni siquiera las palabras e imágenes “neutras” abundan en los anuncios. Para convencernos de que tenemos que comprar sus productos, conviene utilizar ese léxico e imágenes de carga subjetiva positiva, que llegan directas al impulso del posible comprador. 

  Pues bien, yo no les compro a estos chicos y chicas su producto. No me pueden vender la defensa del medio ambiente mediante un acto que me provoca temor porque ataca algo valioso y apreciado. Es posible que las salsas y los esprays no dañen los lienzos, pero eso no importa. No son formas. Tampoco la palabra “muérete” provoca que exhalemos nuestro último aliento y, sin embargo, nos duele. 

  No es la ética, es la estética. Del mismo modo que el léxico que empleamos deja una impronta de sensaciones más allá de su significado, las imágenes que nos llegan pueden echar a perder todo un mensaje, por muy buenas que sean sus intenciones. Es difícil encontrar una forma adecuada de visibilizar la problemática del cambio climático y exigir a los gobiernos que actúen; pero seguro que no es esta.