A comienzos del siglo XIX, aproximadamente las tres cuartas partes del territorio de la actual provincia de Alicante correspondiente al antiguo reino de Valencia eran de jurisdicción señorial; y los titulares de esta solían serlo de una serie de regalías, configuradas como monopolios. Hasta la promulgación del trascendental Decreto de las Cortes de Cádiz de 6 de agosto de 1811, sobre incorporación de los señoríos jurisdiccionales a la nación, aquellas habían permitido a los señores el más riguroso control de la actividad económica, cercenando en los ámbitos respectivos toda posible iniciativa de sus vasallos. El art. 7º de la expresada norma declaraba “abolidos los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos que tengan el mismo origen de señorío, como son los de caza, pesca, hornos, molinos, aprovechamientos de aguas, montes y demás, quedando al libre uso de los pueblos con arreglo al derecho común, y a las regales municipales establecidas en cada pueblo…”. Similar a la de los hornos de pan cocer y los molinos harineros era la condición de regalía de hornos de vidrio, batanes, molinos de barniz y papeleros, baños, sitios para lavaderos de lanas, almazaras, lagares, alfarerías y otras actividades de transformación; así como las relativas a la distribución de alimentos (carnicerías, tiendas, mesones, tabernas). La concentración de estas regalías en manos de los señores de vasallos obedecía a donaciones, adquisiciones y, sobre todo, usurpaciones a raíz de las nuevas encartaciones otorgadas, entre 1610 y 1612, con motivo del extrañamiento de los moriscos (1609).

Las diversas instalaciones para la transformación de productos agrícolas (molinos harineros y arroceros, hornos de pan cocer, almazaras, lagares) son regalías generalmente mencionadas en las referidas castas pueblas; en cambio, pocas detallan la maquila a satisfacer; con algunas salvedades, las noticias disponibles, de fuentes varias, atañen a exigencias singulares, llamativas por su dureza. Así, Cavanilles registra que “pueblos hay cuyo señor se lleva la mitad del aceite”; más moderado era este derecho en Monóvar, donde el duque de Pastrana y luego sus sucesores, los de Híjar, percibían “por la piedra y biga dos libras de aceyte limpio, bueno y recibidero, por cada pie”. Casi todos los “establiments” que indican cuantía fijan el derecho de poya u horno de pan cocer en el veinteavo. Basten estas sucintas referencias para valorar lo que representó el susodicho Decreto de 1811 de liberación para la iniciativa privada y desarrollo incipientes de un conjunto de industrias de transformación de productos agrícolas, tejidos y materiales de construcción, sin olvidar la distribución y venta de artículos de consumo. Sin embargo, mediada la centuria decimonónica, la única ciudad alicantina con estructura industrial era Alcoy. Tras este excepcional desarrollo subyacían su trayectoria de villa realenga y capital de gobernación dieciochesca, cierta disponibilidad de energía hidráulica (fuentes de Barchell y Molinar) y, sobre todo, una vigorosa respuesta, nutrida de la iniciativa y laboriosidad de sus habitantes, al recio desafío vital de la serranía. Hacia 1845 el corresponsal de Madoz indicaba: “Alcoy es quizás en el día la primera población manufacturera de España: Fabricanse anualmente unas 23.000 piezas de paños y bayetas, 1.100 de mantas o cubre-camas, pañuelos de abrigo del desperdicio de la seda; y sobre 200.000 resmas de papel… Estas fabricaciones rinden sumas considerables, de las cuales una parte se distribuye por los pueblos inmediatos, cuyos vecinos concurren a ganar el jornal á las fábricas de Alcoy, porque el número de brazos en esta población es insuficiente, á pesar de ser más populosa que la cap. de la prov. …”; y concluía: “Fue hecha c. de v. que antes era, por los acontecimientos de 1843” (se refiere a la caída del Regente Espartero, muy impopular en Alcoy, por no impedir la competencia textil inglesa). Es de resaltar que la capacidad de emprender excedió ampliamente las industrias textil y papelera, desde talleres mecánicos a productos alimenticios. Mención especial merecen los “manyàs” alcoyanos, maestros mecánicos, altamente cualificados en la instalación y reparación de maquinaria, que pasaron a fabricar en sus propios talleres familiares. Historia por escribir, plena de interés, es la de algunos de estos “manyàs” que irradiaron de su ciudad natal a otras del Sureste Ibérico: ejemplos hay de algunos que, en el transcurso de tres generaciones, lejos de Alcoy, crearon fundiciones, molinos y fábricas de harinas, aserraderos, centrales eléctricas y, recordando el origen, talleres de maquinaria de amplia proyección nacional e internacional. Subrayemos, además, la base enteramente familiar de estas actividades: los apellidos de raigambre alcoyana se identificaban con profesiones específicas.

A diferencia de Alcoy, en la ciudad de Alicante el tráfico mercantil privaba ampliamente sobre la industria, al extremo de reclamar mayor amplitud para la fábrica nacional de tabacos (1801) “para suplir de esta manera los demas ramos de ind. que escasean en Alicante…”; confirmando el Diccionario de Madoz (1845) que “al género de vida que más afición tienen los alicantinos es el comercial; más de 100 establecimientos de esta clase… hay en la ciudad y entre ellos 15 casas extranjeras. Frecuentan el puerto buques de todas naciones…”.

Como modelo, vivero, catalizador incluso, Alcoy indujo la industrialización de sus entornos inmediato y cercano, con procesos no exentos de peculiaridades y especializaciones locales: producciones textil y/o papel en el espacio más próximo (Alquería de Aznar, Bañeres, Benilloba, Cocentaina), mientras la artesanía se hacía industria juguetera en la Hoya de Castalla (Ibi, Onil, Castalla). Sin olvidar la estructura espacial multipolar y las iteradas especializaciones locales, junto a la comarca que centra Alcoy, destaca el eje industrial del Valle del Vinalopó, camino entre la Meseta Central y el Mediterráneo, seguido por carretera y ferrocarril. Las tres comarcas -Alto, Medio y Bajo Vinalopó- atravesadas por el célebre río-rambla han conocido y poseen dedicaciones industriales muy diversas, ya que la primacía del calzado (Elche, Elda, Sax, Villena) no es óbice para subrayar esa variedad, que en Novelda abarca desde las canteras y serrerías de mármol (“rojo de Alicante”, “marfil”) a la elaboración de especias e infusiones; sin olvidar las alfombras de Crevillente o las bodegas del Alto y Medio Vinalopó. El origen de estas industrias de transformación radica en el trabajo artesano de materias primas procedentes de la cosecha agrícola (cáñamo, morera-seda, almendra, uva) o de la mera recolección silvestre (esparto, junco), sin olvidar la extracción de las calizas metamórficas o marmóreas. La conexión entre cosechas y producciones es particularmente intensa en la industria alimenticia (desde el Fondillón a los excelentes vinos de mesa actuales, también de “monastrell”; turrones “Jijona” y “Alicante”, conservas vegetales de la Vega Baja). Sin embargo, la condición muy abierta de la industria alicantina resulta asimismo bien patente en el sector alimenticio (aceitunas rellenas de Alcoy, chocolates de Villajoyosa). Es de resaltar que el desarrollo inicial de estas industrias es propio de la transformación de sociedades agrícolas en industriales: de ahí la amplia utilización del trabajo por encargo, que facilitaba su difusión, como actividad artesana e ingreso complementario, entre familias campesinas, con el trabajo femenino muy en primer término para determinadas tareas. Incluso en la industria pesada, la saca de bloques de mármol de la cantera se realizaba, al principio, mediante encargo a empresas artesanales, que proveían a serrerías mecanizadas; resultantes, en más de una ocasión, de la evolución de aquellas.

Aun cuando las máquinas se difundieran pronto y vinieran en auxilio, no cabe desconocer la gran tradición manufacturera, en sentido estricto, que singulariza a las industrias alicantinas. Este rasgo notorio y distintivo proviene, como se ha indicado, de la honda raigambre artesana de una gran mayoría de actividades (alpargata-zapato, esteras de esparto, junco o palma-alfombras, llenado manual de carteritas con especias e infusiones, juguetería, turrones, chocolates, helados, …); sin olvidar, la limitada disponibilidad de energía, hidráulica como fuerza motriz. Fuera de la serranía alcoyana, donde la combinación de surgimientos y declives movió batanes, molinos papeleros y algunos martinetes; en el resto de la provincia, sin apenas salvedad, con corrientes de agua escasas e irregulares (ríos-rambla) o con poco desnivel, la energía hidráulica se empleó, casi exclusivamente, en la transformación de productos agrícolas en almazaras y, sobre todo, molinos harineros. Un ejemplo prototípico procura el Bajo Segura, donde estas últimas instalaciones no se contrajeron al cauce fluvial, sino que aprovecharon también acequias madres, azarbes mayores e, incluso, algún ojal.

Consustancial con las características esenciales de la diacronía industrial alicantina es la evolución que ha registrado la producción de calzado a partir de la tradición alpargatera del Bajo y Medio Vinalopó, desde reducidos talleres familiares, sin apenas inversión por trabajador y fraccionamiento del proceso productivo, o sea, una estructura de putting-out-system. Las modernas fábricas de calzado, con organización racional y cadenas de producción no llegarían sino a finales de los sesenta de la centuria precedente, a expensas de un circulante que las ventas al contado o a corto plazo en el extranjero permitían reponer con la necesaria rapidez; por supuesto, con el riesgo dirimente que suponía cualquier alternación, como la crisis de 1970 puso de manifiesto.

En suma, la industrialización alicantina, de base artesana y familiar, enteramente endógena, sin auxilio ni apoyo financiero externo, ha contribuido, junto a los otros sectores económicos (agricultura, turismo), destacadamente, a que, según coyuntura, la provincia sea la cuarta o quinta de las españolas en la generación de producto interior bruto.