De todos los verbos que recoge el diccionario de la Real Academia Española hay uno que, desde hace mucho tiempo, ha caído en tal desuso que incluso su existencia ha pasado a formar parte no ya de la leyenda, sino del mito.

Y no me refiero a los verbos ulular, mugir o relinchar, los cuales, paradójicamente, son hoy más comunes que en aquellos tiempos remotos en que los cuadrúpedos campaban a sus anchas por los campos de Castilla.

Hablo de las siete letras cuya correcta combinación da lugar a la representación de una idea desterrada de las mentes de quienes, hoy en día, a través de las sucesivas elecciones por sufragio universal, libre, directo y secreto, acceden a los distintos y cada vez más numerosos cargos públicos de nuestro país.

Y quiero precisar esta indicación geográfica porque, al parecer, se trata de un mal que afecta sólo a los españoles. Ni siquiera al conjunto de los habitantes de la península ibérica, pues los portugueses permanecen todavía indemnes a sus nocivos efectos. Como igualmente los franceses, los ingleses y, por supuesto, los habitantes del norte de Europa. Este verbo (y este mal) es dimitir.

Cantan los juglares que, antaño, cuando la política se hacía en el Congreso y no en los platós de televisión, había una serie de hombres y mujeres de Estado que, cuando cometían un error, cuando su gestión no había resultado ser la esperada o incluso cuando su mera continuidad podía perjudicar el correcto funcionamiento de las instituciones del Estado, salían a la palestra, miraban de frente a sus electores y, con voz firme y decidida, decían: “en el día de hoy, anuncio mi dimisión y renuncio a todos mis cargos”.

Hoy, sin embargo, esto no sucede. La política española, la que se hace en cualquiera de los tres poderes a los que se refería Montesquieu (el que quiera entender que entienda), parece sacada de aquella canción cómica que Luis Eduardo Aute y Jesús Munárriz dedicaron a una de las viñetas del genial Antonio Fraguas “Forges” en su disco Forgesound de 1977. Sillón de mis entretelas: “Me quieren quitar el cargo. Yo no me largo. Este chollo no lo suelto. Me lo he ganao. Tantos años asintiendo y hasta aplaudiendo y ahora vienen a decirme que me han cesao”. Y la mejor parte: “Aferrao a mi butaca como una lapa. A mi nadie me despega de este sillón. Que es mi madre, que es mi esposa, será mi losa, ya me he untado en el trasero sinteticón”.

Juanito, ministro, de cualquier cosa. Un dato que carece de importancia porque su formación o la ausencia de ella, como es de sobra conocido, le habilita para ocupar la titularidad de cualquier cartera. En su ministerio se ha redactado un anteproyecto de ley que se ha convertido en un fracaso estrepitoso. No pasa nada. Esconde las orejas, encuentra una justificación y a otra cosa.

Pepita, alcaldesa. Desde que accedió al consistorio, la ciudad se ha convertido en un estercolero. La basura se acumula en las calles. Los delincuentes campan a sus anchas y, pese a ello, pretende reducir la presencia policial. No pasa nada. El bastón de mando le queda tan bien.

Plagios en trabajos de universidad, en tesis doctorales. Postgrados que, por arte de magia, aparecen y desaparecen de los currículum. Faltas de respeto. Insultos varios. Retrasos en actos de importancia nacional. Uso excesivo de vehículos oficiales. Y mucho más. En España prácticamente nadie dimite.

A diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa. Annete Schavan, ministra alemana de Educación: dimisión por plagio. Pal Schmitt, presidente de Hungría: dimisión por plagio. Maxime Bernier, ministro canadiense de Exteriores: dimisión por olvidarse unos documentos confidenciales en casa de su novia. Michael Bates, lord inglés: dimisión por la vergüenza de haber llegado dos minutos tarde al Parlamento británico. Mona Sahlin, viceministra sueca: dimisión por usar la tarjeta de crédito oficial para dos barras de chocolate Toblerone y un vestido por importe de 35,12 euros. Chris Huhne, ministro de Energía del Reino Unido: dimisión en 2012 tras ser acusado de mentir sobre una multa de tráfico por velocidad en el año 2003.

Tal vez sea el momento de un cambio de paradigma y que, cada uno, sobre todo si ocupa un cargo público, comience de una vez a asumir las consecuencias de sus actos.

Los ciudadanos nos lo merecemos.