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Juan Gaitán

Razones de la vida

Imagen de archivo de Trump y Putin. AFP

Que si regresa Trump, que si ahí sigue Putin, que si de quién son los misiles caídos en Polonia, que si la sedición y la malversación son delitos o deben aplaudirse y hasta premiarse, que si están saliendo a la calle violadores porque la ley no se hizo bien (¿qué clase de gente nos gobierna, compadre?), que si la luz está inalcanzable (hijo, qué haremos), que si la pertinaz sequía (papá, no recuerdo la última vez que vi llover), que si la cesta de la compra está cada vez más delgada (Juan, qué vamos a comer), que si el Mundial es una operación de blanqueo de una dictadura que no respeta los derechos humanos (hermano, dilo en la columna), que si el mundo es un desastre, una locura, un atropello, “un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia”, que si… y de pronto, como una luz inesperada, empieza a sonar “Little Star”, de Stéphane Grappelli, y todo se detiene ante la dulzura del violín, que empieza a caminar sobre el silencio y lo llena de sentido.

Miro por la ventana. La buganvilla está aún cuajada de flores a estas alturas de noviembre. Predominan las rojas y las púrpuras, pero ya este año han nacido algunas híbridas de un rosa delicado, tenue, como recién dormido. Yo solo he visto ese rosa posado en la piel del mar, en algunos amaneceres, y ahora lo tengo ahí, en el patio. Razones de la vida.

Los gorriones acaban de irse a sus afanes después de la diaria batalla de trinos y revoloteos. Desde que apunta la primera luz se pelean, se persiguen, se regañan. Luego, con el sol ya crecido, se van volando y regresan cuando la luz se pliega sobre sí misma. El otro día esperé a que echaran a volar para contarlos, grosso modo. Vivirán en la buganvilla en torno a cincuenta, sesenta gorriones. Me ponen el patio hecho una pena, pero no renuncio a la alegría de escucharlos dos veces al día y, al cabo, el mundo es tan suyo como mío, quién me da derecho al desalojo.

Trato de regresar a la columna. Me advirtió muchas veces mi maestro de que la columna de prensa lo absorbe todo, no permite apenas escribir otra cosa. Tenía razón, como en casi todo. He tomado unas notas para un poema y de pronto esas notas acaban en ella, en su avaricia, en su vocación de agujero negro que todo lo atrapa para depositarlo en el olvido: “Mi padre ponía el bronce en el torno,/ una cuchilla bien afilada,/ y empezaba el trabajo./ Nunca supe,/ jamás me confesó,/ si el bronce le daba el mismo miedo/ que a mí el poema”. Cambia “poema” por columna, Juan, y cierra.

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