Nadie, absolutamente nadie, es capaz de burlar el final de los días. Es una de las verdades absolutas de las que no tenemos escapatoria posible, ni siquiera es cuestionable el argumento de que un día, antes o después, salimos de la circularidad de la vida, para enrolarnos en la eternidad de la muerte.

Mientras tanto pasamos por tantos estados como momentos nos brinda nuestra propia existencia. De esos momentos es de donde rescatamos todas y cada una de las vivencias que nos hacen únicos ante nosotros mismos y ante los demás, de forma que nos convertimos en insustituibles para el mundo, aunque no seamos plenamente conscientes de ello. Somos realidad hasta que pasamos el umbral y nos transformamos en pasado, siempre sin quererlo, siempre sin buscarlo.

Somos capaces de enseñar de todo, pero la filosofía de la vida y de la muerte es una de las pocas cuestiones que nos sobrepasan, quizás porque entender la caducidad de las cosas que nos rodean es sencillo, incluso razonable, pero aceptar que desde el mismo instante que nacemos estamos condenados a morir, puede resultarnos hasta insultante, porque nos resistimos a aceptar que somos tan caducos como cualquier otra cosa.

La naturaleza humana nos dicta el sentido de la supervivencia como algo intrínseco a nosotros mismos, hasta el punto de que impedimos el más mínimo amago de quebrantarla, las propias y las ajenas, las queridas y las odiadas, todas las vidas son valiosas cuando estás al borde del precipicio y todas son añoradas cuando finalmente se pierden.

Miramos con otros ojos al anciano, que camina a pasos cortos y pausados, en desequilibrio constante, con la inestabilidad del guerrero cansado que ha vivido cien batallas y de todas ha sabido salir victorioso. Lo miramos con la envidia de quien no sabe si conquistará la ancianidad con la misma gallardía o será devorado prematuramente por la incapacidad de saber llegar a un final más prolongado.

Miramos con otros ojos al anciano, y justificamos lo que nadie nos ha llegado a enseñar nunca, que la vida sin la muerte no tiene razón de ser, porque una le da sentido a la otra y viceversa y vuelta a empezar, porque es tan circular como el mundo.

Acabamos atribuyendo al anciano una existencia plena, repleta de pequeñas vidas paralelas, de trozos de sabiduría que ha ido rescatando de los lugares más insospechados para alcanzar el mayor de los deseos de quien un día nace y sabe vivir hasta el final de sus días. Miramos con otros ojos al anciano porque se ha ganado nuestro más profundo respeto.