Si me conminasen a que enumerara una serie de trabajos ingratos, sin duda que uno de los primeros que me vendría a la cabeza sería el de chófer de las líneas urbanas de autobús de la ciudad de Alicante. Como usuario diario de las mismas, muy observador tanto de lo que ocurre en el interior de los coches como en la calzada, puedo asegurar que ni con todo el dinero del mundo está pagada su labor.

Siempre que puedo me gusta ubicarme delante. Desde mi asiento no pierdo detalle de cómo se comportan los pasajeros que están en la parada, cómo acceden al vehículo, y algo tremendo por insólito: cómo discurre el tráfico de la ciudad y hasta qué punto llega la imprudencia de los peatones.

En la avenida de Maisonnave, por ejemplo, los hay que cruzan con total tranquilidad por cualquier punto sin semáforo. Ojo, que es gente de edad avanzada. Los jóvenes tampoco se libran de las infracciones. Aislados en sus auriculares, en bicicleta, patinete o caminando, van a la suya, desentendiéndose del bus: dan por supuesto que es él quien frenará si se topa con ellos. He asistido a casos estremecedores. En cuanto a la falta de educación, es generalizada y azarosa. Personas de cualquier edad pueden carecer de ella.

Solidarizándome con los conductores, he hablado con alguno de ellos. Me comentan que cada día evitan no menos de quince atropellos. También que el ‘gratis total’ que impuso Díaz Alperi a los jubilados deterioró mucho el servicio: perdieron la autoridad.

No me explico cómo tienen tanta paciencia. Más de uno y de una merecerían que les cantaran las cuarenta. Aunque he sido testigo de usuarios que en esos casos todavía se crecen, encima que no pagan.