El pasado 24 de noviembre, un incendio en un edificio de apartamentos de gran altura en Urumqi, la capital de la región china de Xinjiang, donde habita la minoría uigur, causó la muerte a diez personas. Una tragedia que probablemente no hubiera ido más allá de los titulares de la prensa local, si no fuera porque se trata de una de las muchas ciudades del gigante asiático con parte de su población confinada por la rígida política de “covid 0” que aplica Pekín. Un suceso que activó a los participativos internautas chinos, que comenzaron a especular en las redes sociales acerca de que hasta que punto las estrictas medidas de reclusión anti-covid habían impedido a los bomberos llegar a tiempo o habían imposibilitado a los residentes huir de las llamas. Se había destapado la caja de los truenos.

La tragedia de Urumqi no es la primera causada por la política de “Covid 0” pero sí la que ha canalizado la ira de los chinos, hasta el punto de convertirse en la prueba más crítica que afronta el presidente Xi Jinping. En los últimos tiempos, China se había estremecido con el accidente de un autobús que transportaba pasajeros a una cuarentena forzosa en el que murieron 27 personas, había llorado de rabia cuando se enteró que un niño de tres años había muerto cuando a su padre se le impidió buscar atención médica y cuando se denunciaba en las redes sociales la muerte de mujeres embarazadas o de abuelos porque los hospitales se negaban a admitirlos sin una prueba negativa reciente. Todos eran casos en los que la censura funcionaba de forma eficaz y los chinos se guardaban la rabia para sí y pensaban que a ellos no les iba a pasar lo mismo.

Sin embargo, el incendio en la capital de Xinjiang ha sido distinto. Ha colmado el vaso de la paciencia de una población agotada tras más de dos años y medio de confinamientos, restricciones económicas y los rudos modales de los funcionarios. Se han dado cuenta de que ese percance también les puede afectar a ellos y que no se trata de “pasó porque la víctima se lo había buscado”, sino que el percance tuvo lugar por la extrema rigidez a la hora de aplicar una normativa que impidió que los bomberos pudieran llegar a tiempo de sofocar el incendio.

Una conclusión que explicaría que las protestas callejeras con demandas de “¡dejadnos salir!” se extendieran como un reguero de pólvora por las principales ciudades del país coreadas por cientos de personas reclamando el fin de la política de “Covid 0”. Una reivindicación compartida por los vecinos de los bloques de viviendas confinados, los trabajadores aislados en la factoría de Foxconn -el mayor fabricante de iPhones mundial- y por los estudiantes recluidos en los apartamentos de los campus universitarios.

Una reclamación de libertad a la que rápidamente se añadieron otras demandas generalizadas que cuestionan la política del Partido Comunista. Así, además de pedir que China se sume al resto del mundo sin mascarilla, los chinos han expresado sus quejas contra el aumento de precios, han reivindicado más libertad e incluso han proferido gritos de “Xi Jinping, dimisión” en Shanghai. Un eslogan contra el liderazgo del gigante asiático nunca oído en una protesta callejera, hasta ahora siempre enfocada contra temas concretos y líderes locales. Una señal de malestar que debería preocupar a los dirigentes del Partido Comunista, ya que supone discutir su legitimidad para gobernar el país. Sin duda, el asunto más temido por los mandatarios comunistas.

Y es que estas manifestaciones que han tenido lugar hasta ahora en distintas ciudades de todo el país, desde Pekín a Wuhan, pasando por Shanghái, Cantón o Chengdú, aunque espontáneas y poco organizadas, compartían un simbolismo común. En todas ellas, los manifestantes coreaban las mismas consignas. Aludían a un lema que apareció por primera vez en una pancarta colgada en un puente de Pekín unos días antes de que Xi Jinping fuera elegido para un tercer mandato de cinco años en octubre pasado y que reivindicaba: “Queremos comer, no hacer pruebas de PCR. Queremos libertad, no encierros”.

Unas demandas que, unidas al eslogan “hoy todos somos gente de Xinjiang”, deben haber encendido todas las alarmas en el Partido Comunista, porque se solidarizan con los habitantes de esa región, sin tener en cuenta si son uigures musulmanes o de la etnia mayoritaria han y aluden directamente a la mala gestión de sus dirigentes. Un lema con el que también desarbolan la excusa utilizada a menudo por el régimen, cuyos portavoces acostumbran a justificar cualquier suceso o protesta con la existencia oculta de “intereses extranjeros hostiles”. Un discurso esgrimido a menudo por Pekín para desestimar el movimiento prodemocrático de 1989, las protestas étnicas en Tibet y Xinjiang y las de 2019 en Hong Kong o la actitud de cualquier activista. Una excusa difícil de justificar en el caso de un incendio en un bloque de viviendas de Urumqi con sus residentes confinados por la pandemia.

Está por ver, sin embargo, si estas protestas proseguirán y si supondrán alguna variación en el rumbo de la política china. No obstante, un hecho es incuestionable y es que han situado a Xi Jinping ante una compleja disyuntiva. Si opta por mantener su férrea política de “covid 0” se arriesga a que el malestar social aumente y cada vez haya manifestaciones más numerosas y desemboquen en disturbios. Un panorama que el Partido Comunista quiere evitar a cualquier precio. Un panorama susceptible de empeorar, debido a que mantener dicha política significa continuar erosionando un castigado sistema de salud con la realización de pruebas masivas a millones de personas todos los días, con un coste económico enorme.

Pero, por otra parte, el presidente chino tampoco se puede permitir abrir la mano alegremente y poner punto final a su lucha contra la covid. Hacer concesiones supondría dar a entender a los chinos que las protestas funcionan y son una herramienta de presión para vencer al Partido Comunista. Además, levantar las restricciones podría provocar un aluvión de muertes, debido a la baja tasa de vacunación del colectivo de la tercera edad y a la cercanía de la fiesta del Año Nuevo Lunar, que este año se celebrará el 22 de enero del 2023. Una festividad familiar que en situaciones normales acarrea alrededor de 3.000 millones de desplazamientos en todo el país y que en las actuales circunstancias podría ser un elemento de transmisión del virus altamente peligroso.

Un panorama, pues, que sugiere que las autoridades chinas se moverán entre palos y zanahorias hasta que tenga lugar la sesión anual de la Asamblea Nacional, en marzo del 2023, y se decida alguna flexibilización importante de la actual política de “covid 0”. Mientras tanto, la solución más factible para Xi Jinping y el Partido Comunista debería pasar por impulsar una campaña de vacunación nacional que incluyera la entrada de vacunas de extranjeras, más efectivas que las fabricadas por el gigante asiático. Una estrategia que permitiría a Xi Jinping declarar su victoria sobre la covid y relanzar la actividad económica china, lastrada actualmente por el desplome del sector inmobiliario, una tibia demanda interna y unas exportaciones a la baja, además de los efectos de la guerra en Ucrania. Un planteamiento que favorecería los intereses de Europa, en la medida en que se reactivaría la actividad industrial del gigante asiático y sus exportaciones, al tiempo que la cadena de suministros global recuperaría su actividad normal. Unas medidas que podrían contribuir a suavizar los negros presagios que se ciernen sobre la economía europea para el próximo año.